Ni libertad ni progreso: la utopía de 1968 nos dejó huérfanos
Así se hizo hegemónica una mentalidad que tiene entre sus pilares el ataque furibundo y sistemático a la noción misma de autoridad, que como fundada en principios trascendentes y normas universales es, según esta peregrina visión, necesariamente opresiva

Imagen de las revueltas de Mayo del 68 en París
La revolución de Mayo del 68 se desató en Francia de repente. Casi nadie la había visto venir y, por un momento, con las autoridades de todo tipo noqueadas, pareció que cualquier cosa podía ocurrir. Luego llegó el general De Gaulle y se acabó el recreo. Las consecuencias políticas inmediatas fueron prácticamente nulas, pero aquellos jóvenes burgueses jugando a hacer la revolución se reubicaron luego en los principales puestos generadores de cultura: las universidades, los medios de comunicación o la administración en eso que ahora llaman sus aspectos más «societales», quedaron colonizados por la cultura sesentayochista. De este modo, los revolucionarios de 1968 se convirtieron en los dueños de la cultura y en el corazón del establishment.
Así se hizo hegemónica una mentalidad que tiene entre sus pilares el ataque furibundo y sistemático a la noción misma de autoridad, que como fundada en principios trascendentes y normas universales es, según esta peregrina visión, necesariamente opresiva.
Los lemas de Mayo del 68 no engañan
El 'sesentayochista', por decirlo a la brava, quiere hacer lo que le de la real gana. Un deseo que plasmaron en numerosos eslóganes y que vistos en perspectiva oscilan entre el desatino y la cursilería. Lo dejaron bien claro cuando proclamaban que «La naturaleza no ha hecho ni servidores ni amos; no quiero dar ni recibir órdenes».
Luego se cebaron en la autoridad de los profesores, ridiculizados al más puro estilo maoísta y, según ellos, incapaces de transmitir nada de valor: «Olvidad todo cuanto os han enseñado. Comenzad por soñar. Cread comités de sueños», «No digáis: Sr. Profesor, decid: ¡revienta, zorra!», «Cuando os examinen, responded con preguntas», «Todo enseñante es enseñado. Todo enseñado es enseñante». Lemas que hoy, limados de sus aristas más groseras, bien podemos encontrar en la exposición de motivos de cualquier ley educativa.
París, mayo de 1968: «Prohibido prohibir»
Rechazar toda autoridad, sobre todo la del padre, que refleja la de Dios
El rechazo a la autoridad se extiende, claro está, a las «fuerzas del orden»: «Un poli duerme en cada uno de nosotros. Hay que matarlo». Pero esta pulsión utópica por la anomia llega, finalmente, al padre, autoridad por antonomasia a la que todos hemos estado algún día sujetos y que se perpetúa a través del «padre interior», la conciencia creada por la represión paterna castradora.
Habrá pues que matar a ese padre, a ser posible antes de que contamine nuestra mente, siendo conscientes, además, de que al hacerlo se cierra el círculo: matando al padre, cuya autoridad se funda en última instancia en una naturaleza que es obra de Dios, se mata a Dios. Ausencia del padre, muerte de Dios y desprestigio de la autoridad van de la mano. Y ahora sí, se frota las manos el 'sesentayochista', ahora podré hacer lo que se me antoje. ¡Mis deseos son derechos! será la nueva consigna de nuestro tiempo.
En realidad, hay que reconocerlo, los tiros no iban tan desencaminados. En toda sociedad, la autoridad recae en alguien que la posee no para su capricho personal, sino para promover aquello que es el fin de sus miembros, esto es, el bien común. Y en la sociedad que es la familia, ordenada al bien de los esposos y a la educación de los hijos, esa autoridad recae de manera especial sobre el padre. Un padre que actúa como representante de ese Dios que nos ha creado con nuestra propia naturaleza, y que como tal debe ejercer su autoridad como reflejo de esa providencia divina que aúna justicia y misericordia.
Lo decía san Pablo en su epístola a los Efesios: «me pongo de rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en los cielos y en la tierra». El padre cristiano se sitúa pues como el medio virtuoso entre una paternidad entendida a la musulmana (o incluso la de la Antigua Roma, donde el padre disponía del resto de miembros de la familia como posesiones propias) y esa ausencia de padre característica del progenitor progre y posmoderno.
Los resultados de la utopía nunca son los esperados
Los resultados, no obstante, no han sido los prometidos. Jóvenes incapaces de madurar y cada vez con más problemas psicológicos, medicados desde edades cada vez más tempranas y haciendo gala de un egocentrismo recalcitrante que les hace crecientemente frágiles, incapaces de soportar la frustración y oscilando entre la violencia o el ensimismamiento según temperamentos y circunstancias. La utopía anómica ha acabado, como siempre, trayendo el infierno a la tierra.
Qué perdemos cuando desaparece el padre
Era previsible. Si la madre le da al niño afecto y entrega incondicional, el padre es quien nos saca de la burbuja materna para insertarnos en un mundo más amplio y nos pone en contacto con nuestros propios orígenes, insertándonos en un linaje que nos abre los ojos ante todo lo bueno que hemos recibido. Empezando por el gran regalo del ser, que nos da Dios, hasta esos miles de detalles recibidos por ser quienes somos, por pertenecer a nuestra familia y a nuestra patria. Si hablábamos antes del creciente egocentrismo e inmadurez de que hacen gala tantos jóvenes, el origen de este fenómeno es obvio: hemos olvidado que somos dependientes, hemos dejado de ser agradecidos por tanto recibido. Hemos matado al padre, vale, pero a diferencia de lo que habíamos imaginado, no somos los «liberados», sino los «desheredados» de los que hablaba Bellamy.
La madre ofrece seguridad y amor ilimitado, el padre ayuda al niño a crecer poniéndolo ante algo diferente, algo que lo limita pero que también lo guía: es él quien dice la ley, ordena la razón al bien común, nos hace autónomos pero también responsables. Así como Dios es remunerador, el padre también recompensa y castiga por el bien del hijo. Sin esta dimensión, que incluye el decirnos «no», no podemos madurar, el niño queda atrapado en la burbuja maternal que siempre responde con un «sí».
Hemos convertido, siguiendo el impulso de Mayo del 68, la paternidad en algo reprobable, vestigio de tiempos pasados y asfixiantes, ¿y aún nos sorprendemos de vivir rodeados de seres infantilizados que estallan en sollozos cuando gana Trump? Si hasta Harvard, abandonada su misión universitaria y convertida en una cara guardería, ha tenido que dar un día de fiesta a sus alumnos para que se recuperen del susto.

Manifestación en Toulouse a mediados de junio de 1968. En una pancarta se alcanza a leer: «elecciones = arma de la burguesía»
Esta tarea del padre, siempre necesaria, es aún más necesaria si cabe en un mundo en el que lo virtual extiende su zona de influencia, donde quieren presentarnos como un derecho la satisfacción de cualquier pulsión con un simple clic y donde la realidad es vivida por muchos jóvenes como su enemigo. Por no hablar de la tiranía de lo emocional en la que vivimos, consecuencia directa de expulsar la figura del padre, que nos enseña a usar la razón, de nuestras sociedades. Se rompe así el equilibrio entre la inteligencia y lo afectivo, quedando en pie únicamente unas emociones desbocadas que rechazan toda norma y sanción y que hacen imposible la educación.
Es hora de enterrar Mayo del 68
Mayo del 68 se ha instalado en nuestra cultura, repudiando la paternidad para así rechazar toda autoridad y la fuente de la que dimana, ese Dios que llevan siglos intentando matar. Los resultados están a la vista y son cada vez más disfuncionales. ¿Habrá llegado la hora, finalmente, de repudiar Mayo del 68 y enarbolar la bandera de la autoridad paterna como único camino para hacernos hombres y mujeres sanos y sensatos? Son muchos quienes lo piensan.
Sarkozy lo proclamó ya en 2007 en un discurso memorable en el que afirmaba que había llegado la hora de pasar la página de Mayo del 68. Allí afirmaba que los 'sesentayochistas' «proclamaron que todo estaba permitido, que se había acabado la autoridad, que se había acabado la cortesía, que se había acabado el respeto, que no había nada grande, nada sagrado, nada admirable, no más reglas, no más normas, no más prohibiciones». Y concluía que «la cuestión es si el legado de Mayo del 68 debe perpetuarse o liquidarse de una vez por todas». Un discurso memorable, redactado por Patrick Buisson, en el que en el fondo no creía.
Entonces sonó a provocación, ahora es compartido por cada vez más personas que no han perdido la razón o que, tras darse de bruces con la realidad, la han recuperado.
Es el caso de Louis-Marie de Blignières, que vivió los sucesos revolucionarios del 68 en primera persona y que, de forma paradójica, confiesa que aquella experiencia «contribuyó a su ulterior regreso a la fe católica» (un camino que le llevaría a fundar la Fraternidad de San Vicente Ferrer). Su propuesta, ciertamente imaginativa, para que los jóvenes varones redescubran su vocación a ser padres viriles, valientes y entregados no suena del todo mal.
De Blignières sueña con una asociación de jóvenes con san José como patrón, la divisa «Honor y cortesía», el eslogan para uso en las redes «Ni machistas, ni sumisos» y como película de culto «Un hombre para la eternidad». ¿Parece difícil? Los 'sesentayochistas' nos animaban a soñar, y ahora que sus sueños se han marchitado es el momento de sustituirlos por otros sueños, más acordes con la realidad de lo que somos y necesitamos para ser verdaderamente felices.
[Artículo publicado en el número 7 de abril de 2025 de La Antorcha]