Alfonso VI, un gran rey maltratado por el romancero y el Cantar
Sus desencuentros con el campeador y el destierro con que lo castigó lo han convertido en el malo del Cantar, de la leyenda y hasta de la película

Alfonso VI de León. Colección de cuadros Reyes de León del Ayuntamiento de León
Al rey Alfonso VI no le valió haber reconquistado Toledo, la emblemática ciudad y antigua capital del reino visigodo, para pasar a la historia como un personaje trascendental y digno de admiración. Sus desencuentros con el Cid y el destierro con que lo castigó lo han convertido en el malo del Cantar, de la leyenda y hasta de la película, aunque en esta, al final, se redime y queda como mala malísima la infanta Urraca, su hermana mayor y señora de Zamora, donde cayó asesinado a traición el hermano de ambos, Sancho II de Castilla, con quien se disputaba la herencia de su señor padre, Fernando I de Castilla, de León y de Galicia.
Había sido este, hijo pequeño de Sancho el Mayor de Navarra, quien se había convertido en el monarca más poderoso de la España cristiana al heredar Castilla, convertirla en una potencia, derrotar al rey de León, Bermudo III, y, tras morir este en la batalla, casarse con su hermana y hacerse con la corona e ir extendiendo su poderío y territorios tras vencer igualmente a su hermano mayor, García de Navarra, en Atapuerca, donde también encontró la muerte.

Sancho II de Castilla
Cuando le llegó —aunque a él en su lecho— su hora, Fernando decidió repartir lo reunido y le dio al mayor, Sancho, Castilla; al segundo, nuestro Alfonso, León; y al pequeño, García, Galicia. A las chicas, Urraca —que protestó mucho y hasta hay romance sobre la cuestión— y Elvira, los infantados de Zamora y de Toro. Los chicos, sobre todo Sancho y Alfonso, no se llevaban nada bien, pero mientras vivió la madre los sujetó. Nada más fallecer esta, se desataron, aunque antes de enfrentarse entre ellos lo que hicieron fue quitarle Galicia al pequeño y meterlo en prisión, donde penó por años hasta morir.
Tanto cuando Sancho, ayudado por Rodrigo Díaz de Vivar, venció a Alfonso y se hizo con casi todo, como cuando Alfonso —que también fue preso aunque, tras mediar Urraca, pudo exiliarse en la musulmana Toledo de Al-Mamún—, a la muerte de su rival en Zamora, se hizo con todos los reinos. Ninguno de los dos tuvo compasión de él.
Alfonso VI, pues, se hizo con la totalidad del reino de su padre y demostró desde el principio haber aprendido mucho de él e incluso lo superó. Supo leer como nadie el tablero de ajedrez de las taifas musulmanas, aprovechar su superioridad militar y estrujarla a base de bien.
El rey zirí de Granada, Abd Allah —quien le pagaba parias (tributos) para «protegerlo» de él mismo y de las taifas vecinas, que también se las pagaban—, se daba perfectamente cuenta de su situación y de lo poco que podía hacer. En sus memorias, tras acabar encadenado y enviado al Sáhara, vino a decir algo así como: «Con el oro que le entregamos, él tiene cada vez más caballos, más guerreros, más armas y es cada vez más fuerte y más débiles nosotros. Pero si llamamos a los almorávides —fanáticos integristas que se habían apoderado del Magreb—, será como salir del fuego para caer en la sartén». Razón llevaba, y fue lo que, al cabo, le vino a suceder.
El gran objetivo de Alfonso fue tomar la ciudad del Tajo, por lo que estratégicamente suponía, llevar la frontera allende el río, y por el significado que, por su historia, tenía.
Muerto Al-Mamún, envenenado en Córdoba, vio Alfonso llegado el momento. Aprovechó las peleas sucesorias y los ataques de la taifa vecina de Badajoz y, a cambio de apoyar al nuevo reyezuelo, Al-Qádir, se hizo entregar la poderosa Zorita, en la parte alta del Tajo, de la que hizo alcaide a Fáñez, y otras fortalezas cercanas como la de Madrid. Después, y lentamente, fue avanzando y, al cabo, cercó la ciudad.
Pero no quiso intentar conquistarla al asalto. Prefirió asfixiarla y, al tiempo, ofrecer unas condiciones muy aceptables para los musulmanes, que podrían mantener su culto, sus templos —hasta la mezquita mayor (por un tiempo así fue, hasta que su esposa franca, la reina Constanza, y el obispo cluniacense Bernardo de Cluny, aprovecharon una ausencia suya y la convirtieron en la iglesia mayor, hoy la catedral)—, amén de sus bienes, casas y tierras.
Los moros toledanos aceptaron y él se proclamó emperador de las dos religiones. Y toda la, en un tiempo espléndida, taifa de Al-Mamún pasó a dominio cristiano el 25 de mayo de 1085. Álvar Fáñez fue también su primer alcaide en la ciudad y el encargado de ir por todo el territorio para tomar posesión de sus enclaves más importantes, como Guadalajara, aunque no alcanzó a tomar Medinaceli, lindera con la taifa de los Hud de Zaragoza, que no caería en manos castellanas hasta el año 1104.
Álvar, además, acompañó con 400 lanzas a Al-Qádir a Valencia y lo entronizó allí como rey. Aguantó el tiempo que duró su protección y, cuando llamadas del rey hubieron de retirarse, lo arrancaron del trono, lo mataron y lo arrojaron al basurero.
Al cabo de los años, toda la zona y la ciudad acabarían cayendo en poder del Cid, que, tras haber servido a los Hud en su primer destierro, se dirigió con sus mesnadas hacia allí. La muerte de Al-Qádir la aprovechó Fáñez para poner del todo bajo el poder del rey Alfonso las tierras y villas al sur del Tajo que eran de su estirpe, como Huete, Uclés y la propia Cuenca también. Alfonso VI se había convertido en el monarca más poderoso de toda la península, tanto de los reinos cristianos como de los musulmanes.
La reacción islámica no se hizo esperar. Los reyes de taifas acabaron por llamar a los almorávides, y estos pasaron el Estrecho por primera vez. Su poderoso ejército, al mando de Yusuf ben Tasufin, venció en Sagrajas (1086) a Alfonso, que resultó herido de consideración. Fue una dolorosa derrota, la primera de la poderosa caballería castellana ante aquellos fanáticos guerreros de negros turbantes, pero no desastrosa. El ejército cristiano se retiró ordenadamente y la debacle no acarreó excesivas pérdidas territoriales, pues Yusuf no aprovechó la victoria y regresó al otro lado del Estrecho.
Pero consecuencias tuvo, desde luego. Las taifas dejaron de pagar tributo y la frontera se volvió extremadamente peligrosa. Eso trajo también una primera reconciliación con el Cid, en el destierro desde el año 1082, pues, aunque se suponga que este tuvo lugar de inmediato tras la coronación de Alfonso, permaneció en la corte. La jura de Santa Gadea, en realidad, tiene poco de cierta.

El Cid le toma la jura al rey Alfonso en Santa Gadea de Burgos
El Cid ocupó puestos de bastante relieve. Casó con Jimena, hija del conde de Oviedo, de sangre real y pariente del monarca, y se le encomendaron importantes misiones. Recibió cargos como la tenencia de la impresionante fortaleza de Gormaz. Durante su exilio, sus posesiones fueron del todo respetadas, al igual que las personas de Jimena y sus hijos, que no eran solo niñas, pues había un niño, el mayor, llamado Diego.
Reconciliado con el rey y ante el peligro almorávide, Rodrigo aseguró la línea del Levante enlazando con Minaya, que controlaba el Tajo hasta Toledo.
Los almorávides volvieron a cruzar el mar en 1088, pero su fracaso ante los muros de Aledo —lo que, por cierto, provocó el segundo y más duro destierro del Cid—, acusado de no haber acudido a la llamada real, enfadó en extremo al soberano, a pesar de las excusas y razones del Campeador por no haber llegado a tiempo al lugar de encuentro.
El destierro fue más duro en esta ocasión y alcanzó también a Jimena y a sus posesiones en Castilla. No obstante, concluyó en acuerdo posterior, y aunque Rodrigo ya hizo por Valencia «la guerra por su cuenta», sí mantuvo formalmente el vasallaje con su señor natural. Es más, acabaría perdiendo a su único hijo, ya todo un mozo, al enviarlo al mando de su mesnada en apoyo del rey en la batalla de Consuegra (1097).

La conquista de Valencia en 1094 fue la empresa militar de mayor envergadura que acometió Rodrigo Díaz
Taxufin, harto de los reyezuelos de taifas que, tras Aledo, volvieron a pagar tributos y a someterse al rey leonés, regresó y esta vez se quedó. Lo primero que hizo fue someter a todo al-Ándalus, excepto Zaragoza, a su poder. Apresó a Al-Mutámid de Sevilla y al granadino Abd Allah, asesinó a Al-Mutawákil de Badajoz, y Valencia —tras la muerte de Rodrigo (1099), que había frenado sus envites y fue el único que logró derrotarlos— cayó también en su poder tras la retirada de Jimena, rescatada por Alfonso y Minaya.
Se lanzó entonces a por la gran joya: Toledo. Logró apoderarse de buena parte de la taifa y la frontera, pero la ciudad-símbolo se le resistió. Ni siquiera pudo rendirla cuando consiguió aplastar a todo el ejército castellano en Uclés (1108), en una tremenda batalla campal donde la mortandad cristiana fue terrorífica: miles de muertos y, entre ellos, siete condes del reino, incluido el archienemigo del Cid, García Ordóñez, ayo de Sancho, su único hijo varón y heredero, habido de una princesa mora, Zaida —bautizada como Isabel—, viuda del hijo del rey Al-Mutámid de Sevilla, muerto por los almorávides.
Sancho, con 13 años, acudió al combate al que no pudo ir su padre por hallarse herido. Según las crónicas: «Sabía montar bien, pero no alcanzaba a blandir aún con fuerza la espada». Ordóñez consiguió escapar con su protegido y llegar hasta Belinchón, pero ante sus murallas fue alcanzado y, aunque hasta con su cuerpo intentó ampararlo, los mataron a ambos.
Fue un golpe demoledor para Alfonso. La frontera se derrumbó y solo el aguante de Álvar Fáñez, que logró salvar a parte de las tropas y alcanzar la fortaleza de Zorita, permitió mantener a duras penas algunas plazas esenciales. Los moros cruzaron el Tajo y tomaron Oreja y también Alcalá, ya a orillas del Henares. Pero Minaya aguantó en Toledo la gran embestida que pretendía ser la definitiva, en el año 1109. Arrasaron toda la vega y todas las más importantes plazas, incluida Talavera, pero el emblema, la ciudad capital y emblemática, resistió.

Alfonso VI conquista Toledo el 25 de mayo de 1085. Banco de la Plaza de España de Sevilla
Y en ella vino a morir, aunque angustiado, el rey que la reconquistó: Alfonso VI el Bravo, que en su lecho de muerte hizo jurar al veterano Minaya que defendería a quien iba a ser —tras haber quedado heredera y reina de León y Castilla— su hija mayor, Urraca.
Alfonso la entregó en matrimonio al aragonés Alfonso el Batallador, un gran guerrero, en efecto, como mejor garantía contra los embates moros, pero esa unión trajo mucha desdicha y zozobra al reino, por las pretensiones del Batallador de apoderarse por completo del mismo. Fáñez, fiel a su palabra, daría su vida defendiendo a su reina ante partidarios del Batallador en Segovia, en 1114.
El legado de Alfonso VI, además de muy mermado por las derrotas en el último tramo de su reinado, se complicó aún más al morir él. El rey había tenido media docena de esposas reales e hijos con varias de sus amantes, entre ellas dos concebidas con una noble leonesa, Jimena Muñoz, a quien profesó siempre gran estima y cuyas hijas, Teresa y Elvira, crió y trató como a infantas. Las casó con nobles del más alto rango: Enrique de Borgoña y Raimundo IV de Tolosa.
A Teresa le dio en dote el condado de Portugal. Sería en este feudo donde, tras su muerte, comenzó a incubarse la segregación del reino, que culminaría su hijo Alfonso Henríquez proclamándose rey y desgajándolo para siempre del reino de León.
De las sucesivas esposas legales, fue la segunda, la francesa Constanza, quien le dio seis hijos, pero tan solo uno sobrevivió: la ya citada Urraca, que fue a la postre su sucesora y reina de pleno derecho, aunque le costó lo suyo mantenerse en el trono. De esta y de su primer matrimonio con otro borgoñón, primo del anterior, Raimundo, nacería un hijo a quien pusieron el nombre de su abuelo y quien, tras muchas vicisitudes, llegaría a restaurar buena parte de su tarea: Alfonso VII el Emperador.