Cartagena de Indias, donde el alma de España aún camina sus calles
A cada paso, uno se topa con la réplica de España allá. Pues, como Roma se replicó aquí en nuestro solar ibérico, nuestro imperio, a su imagen y semejanza, lo hizo allá
Cartagena de Indias
Del viaje a Colombia, durante el cual he acompañado en algunos tramos a la expedición «España Rumbo al Sur», que dirige Telmo Aldaz de la Quadra-Salcedo, me he traído, como su tío Miguel me enseñó en la Ruta Quetzal, no solo fotos y vivencias, sino lo más importante: la sensación de pertenencia a aquellos lugares.
Son y somos algo de lo que ambos formamos parte. De lo que fue la América Hispana y sigue siendo hoy Hispanoamérica, a pesar de todos los esfuerzos por borrarla y, si pudieran, descuajarla hasta su raíz, empezando por cómo nombrarla.
Tanto allí como aquí. Pues si al otro lado del mar están los Petro, los López Obrador y Sheinbaum, los Dončić, los Ortega, los Morales y los Maduro, en este tenemos, igualándolos y hasta superándolos en inquina hacia España y entusiasmo en la difusión de la leyenda negra, a nuestro propio Gobierno y sus puntas de lanza más sectarias: el ministro de Cultura, Urtasun, y el director del Instituto Cervantes, García Montero.
Centro histórico de Cartagena de Indias. En primer plano, cúpula de la catedral de Santa Catalina
Pero hay algo tan hondo y tan potente, tan visible, audible y perceptible que no se puede extirpar. La misma lengua, claro está, pero esa es solo el cauce de expresión de mucho más: de un sentir, de un cantar y de un vivir. Y de la historia, las ciudades, las plazas, las iglesias, los muros y las murallas.
A cada paso, uno se topa con la réplica de España allá. Pues, como Roma se replicó aquí en nuestro solar ibérico, nuestro imperio, a su imagen y semejanza, lo hizo allá. Y hay, en ese aspecto, una ciudad —Cartagena de Indias— que lo proclama por encima de todas ellas. Aunque, por un guiño del pasado, su origen inicial no lo fuera, pues la Cartagena hispana es, como su propio nombre indica, cartaginesa. Romanizada después, eso sí, como también lo fue la denominación de Hispania a toda la península.
De Cartagena de Indias hay quien ha llegado a afirmar que es «la ciudad más bonita de España», y la guasa esconde mucha verdad. La Ciudad Amurallada, el fuerte de San Felipe y el barrio de Getsemaní desprenden tal aroma, transmiten tal evocación y desprenden una belleza tan cercana que, en efecto, por momentos, uno se siente estar ahí.
No se lo voy a contar: vayan y lo sentirán. Vayan al fuerte de San Felipe y saluden a Blas de Lezo, que da la bienvenida, espada en mano, a quienes vienen en son de paz, como, por contra, cerró con ella la puerta al inglés.
Jardines del castillo de San Felipe en Cartagena de Indias
Recorran y piérdanse por las bien cuidadas calles del recinto amurallado, y se irán topando con nombres y estatuas que rinden homenaje a aquel pasado. No falta ni la estatua a Colón, ni un monumento a Cervantes, ni a su —aquí muy desconocido— fundador en 1533, Pedro de Heredia. Madrileño, por cierto, que optó por darle el nombre que ya otro descubridor, Rodrigo de Bastidas, le había puesto a la bahía al recordar a muchos de sus marineros la del Levante español.
Pero Bastidas no fundaría ciudad en ella, sino más hacia el norte, Santa Marta, hoy la ciudad más antigua de todas las que siguen «vivas» en Colombia, y que este año celebra el 500.º aniversario de su creación. Lo celebra la ciudad y la gente, porque su presidente, Gustavo Petro, precisamente por los días que anduvimos por allí, se acercó para soltar un mitin y, al estilo de sus correligionarios podemitas —formados a los pechos del chavismo, él a los pechos de la narcoguerrilla—, fue a decir que no había nada que celebrar, pues aquello fue un genocidio.
Un mantra y consigna repetidos hasta el paroxismo, y que desmienten, con tan solo mirarlos, los propios que lo escuchaban. Pues, tanto en Colombia como en la inmensa mayoría de la América Hispana, la población indígena y mestiza alcanza, en su conjunto, porcentajes que rozan el 90 % de la población. Ese es el sello distintivo —y para bien— que nos diferencia. En EE. UU. ese porcentaje apenas llega al 1 %. Mayor prueba de refutación de la contumaz mentira no puede haber.
Antonio Pérez Henares junto al monumento a Cervantes en Cartagena de Indias
Petro se marchó y Bastidas sigue teniendo su estatua, que se alza de la manera más relevante en pleno paseo marítimo. Es más, tras haber fallecido a consecuencia de las heridas —que no acabaron de curar— infligidas por unos conjurados españoles que lo acusaban de dar excesivo buen trato a los indígenas, y haber sido enterrado en Santo Domingo, adonde intentaba llegar para reponerse, los santamartenses pidieron trasladar sus restos a la catedral de la ciudad, donde hoy está su mausoleo.
En Santa Marta no se percibe hostilidad alguna contra él, ni afán por derribar su estatua o profanar su sepulcro. Pero cuidado: viendo el percal y la vesania de los actuales dirigentes, no sería de extrañar que, como ha hecho Maduro —entre otros, con Colón— en el país vecino, no solo impulsen, sino que azucen a un puñado para que lo hagan, y luego digan que es clamor general.
No la hay tampoco en Cartagena con Heredia, aunque en su caso el personaje tuvo un fatídico final. Fue la propia justicia de la Corona española quien castigó sus abusos y lo condenó por violar las leyes que protegían a los indios. Preso, volvía a España, donde pretendía que se revisara la sentencia, cuando la nao naufragó y pereció ahogado.
Rodrigo de Bastidas tiene, por contra, un expediente mucho mejor. Pero, para ello, convendrá hacer un breve resumen de lo que fueron las primeras exploraciones españolas por la zona, en las que él tuvo un papel significativo y donde el arrojo y la fortuna le acompañaron durante buena parte de su exitosa peripecia.
Cristóbal Colón tocó por vez primera tierra firme del continente en su tercer viaje, en 1498, cuando arribó a la costa de la actual Venezuela, en Macuro, golfo de Paria, donde desemboca el poderoso río Orinoco. Tierra colombiana, a pesar de que la nación hoy lleve su nombre, no parece que llegara a tocar.
Quienes sí lo hicieron por primera vez, cuando la Corona eliminó el derecho exclusivo del Almirante, fueron Juan de la Cosa y Alonso de Ojeda, quienes habían estado con el Almirante en sus anteriores viajes: el gran piloto, patrón de la Santa María en el primero y segundo, y el capitán conquense solo en el segundo, donde anudaron una fraternal e inquebrantable amistad hasta su muerte.
Monumento a Colón en Cartagena de Indias
En esta singladura, ya por su cuenta, estuvieron acompañados por el italiano —ya naturalizado como español— Américo Vespucio. De la Cosa dibujaría, tras ella, el que es el primer mapa de América circunscrito a lo entonces conocido, y Américo, tras quedar luego al mando en la Casa de Contratación de Indias, haría después los suyos y copiaría los de otros navegantes, hasta concluir siendo él quien acabara por darle, siglos después, su nombre al continente entero.
El siguiente viaje fue el de Bastidas, en 1502, acompañado también por Juan de la Cosa y un joven llamado Vasco Núñez de Balboa. En este es cuando llegaron a la bahía de Cartagena. Bastidas, tras él y a pesar de tener que comparecer ante la justicia, acusado por el quisquilloso Bobadilla —el mismo que tan mal se las hizo pasar a Colón—, resultó absuelto y premiado además con una importante cantidad de dinero. Retornado a Santo Domingo, la fortuna siguió acompañándole y se convirtió en el más rico de los vecinos de aquella primera ciudad del Nuevo Mundo.
Pero no sería de inicio el primero en intentar fundar una ciudad en las costas continentales por las que había navegado. Estos fueron Alonso de Ojeda y Balboa.
Ojeda volvió a ella en 1509, nombrado gobernador, para repoblar la zona, de nuevo con Juan de la Cosa, y allí vio perecer al piloto y a buena parte de su expedición, cosidos a flechazos con dardos untados de veneno por los indios caribes. En honor de su amigo, levantó la que pudiera haber sido la primera ciudad en Tierra Firme: San Sebastián de Urabá, a la que puso tal nombre por ser este santo aquel legionario romano al que flecharon por no querer abjurar de su fe cristiana.
Las murallas de Cartagena forman parte de la zona turística
Pero el poblamiento solo duró unos meses. Los ataques de los indígenas con sus flechas herboladas hicieron a Ojeda partir en busca de refuerzos y, al cabo, cumpliendo sus órdenes, tras cincuenta días, su segundo —que era un tal Francisco Pizarro— la entregó a las llamas y la abandonó.
Cuando se retiraba hacia La Española, topó con el barco en el que Balboa se había colado como polizón y acabado, por sus conocimientos de aquellas costas durante su viaje con Bastidas, por convertirse en el jefe de la expedición. Ambos costearon hacia el norte. Tras pasar el río que determinaba el límite de la gobernación adjudicada a Ojeda, el descubridor del Pacífico —también con Pizarro tras él— fundó la que se considera la primera ciudad española en territorio continental: Santa María la Antigua del Darién.
Sus restos parecen pervivir hoy en día, aunque ya no está habitada, y la muy conflictiva situación de la zona —frontera entre Colombia y Panamá— imposibilita llegar hasta ella.
Así que el título de primera ciudad de Colombia viene a ser ahora otorgado a Santa Marta, la ciudad que, al cabo, fundó, tras serle otorgados los poderes reales para hacerlo, Rodrigo de Bastidas en el año 1526, según los archivos españoles, siete años antes que Cartagena de Indias. Aunque los colombianos parecen adelantar la fecha un año.
Monumento a Rodrigo de Bastidas en Santa Marta
Bastidas estableció buenas relaciones con la mayoría de las poblaciones y etnias indígenas de la zona, con la excepción de los tahironas, peligrosos flecheros entonces, que aún perviven y habitan —muy pacíficamente ahora— en el Parque Nacional de Tayrona, el más visitado de Colombia.
Por doquier y por donde anduvimos, algo sí que nos hemos traído también: la cercanía, la amabilidad de un pueblo —el colombiano— que se acrecentaba al oírnos hablar. Algo cambiaba de inmediato en el trato, y para bien.
Hoy hay en España 800.000 colombianos que han emigrado —no van por allá las cosas muy bien— y buscan un mejor futuro entre nosotros. Al escuchar su acento, lo recordaré y sonreiré yo también, como ellos hacían conmigo allá.