Guerra anglo-española (1655-1660)
Picotazos de historia
La derrota de Cromwell en Santo Domingo: cuando España frenó al imperio inglés en 1655
La campaña inglesa en Santo Domingo fue un desastre. Apenas había durado una semana, pero diezmó a las tropas, desgastó el material y erosionó la moral
Año de gloria de 1655. En España, felizmente, reina Su Católica Majestad don Felipe IV, al que los aduladores llaman «el rey planeta» (ya que el cuarto astro, en la astronomía de entonces, era el Sol, y porque sus dominios se extendían por todo el mundo), mientras que Francisco Quevedo, con la mala uva de costumbre, lo comparaba con un agujero: que se hace más grande cuanto más tierra quitas.
En Inglaterra —oficialmente declarada como Mancomunidad (que es el significado de Commonwealth) de Inglaterra, Escocia e Irlanda—, desde el año 1653 gobierna de manera absoluta el puritano Oliver Cromwell (tan fanático que prohibió los festejos navideños por considerarlos «poco contenidos e indignos de la gravedad y recogimiento del verdadero cristiano»).
Cromwell había creado un ejército eficiente y alentado a unos oficiales notables y ambiciosos. Este ejército, que le había hecho ganar la guerra contra su propio rey, estaba inquieto en esa tranquilidad forzada. Debía encontrar una pequeña guerra, controlada y, preferiblemente, bien lejos.
Con tal intención, se dio orden de organizar una campaña en el Caribe con la idea de arrebatar a España algunas de sus posesiones. Se dio el mando de la expedición militar al general Robert Venables, un individuo experimentado y fiable, aunque su relación con sus subordinados distase de ser buena.
Por su parte, el almirante sir William Penn tenía la misión de transportar a 7.000 soldados de infantería de marina y marinería de la que se pudiera prescindir, 6.000 de infantería y 120 caballos, además de bagajes, bastimentos, munición, pólvora y las mil cosas necesarias para un ejército en marcha. Para transportarlos a través del océano Atlántico contaba con una flota de treinta y cuatro navíos con sus tripulaciones.
El 23 de abril, el almirante inglés encontró un lugar apto para el desembarco del ejército que transportaba. El lugar elegido fue la desembocadura del río Nizao, a unos cuarenta y ocho kilómetros de la ciudad de Santo Domingo.
El general Venables no midió la dificultad de atravesar un terreno de selva inhóspita, con temperatura tropical y elevada humedad. La consecuencia fue el extenuar y debilitar a sus tropas en una agotadora marcha de varios días.
Cuando se empezaron a concentrar en las proximidades de la ciudad, fueron emboscados y acosados por una pequeña fuerza española, de unos cuatrocientos miembros de la milicia, comandada por el capitán Damián del Castillo y Vaca, individuo que demostró iniciativa, dotes de mando y habilidad para aprovechar el terreno, lo que le valió que le entregaran el mando de la infantería.
En esta pequeña refriega, una serie de acciones dilatorias tenía como verdadero objetivo, además de causar bajas y minar la moral del enemigo, ganar tiempo para que el nuevo gobernador de la isla —don Bernardino de Meneses y Bracamonte, conde de Peñalva— pudiera reforzar las defensas de la ciudad.
Estas acciones dilatorias, dirigidas por el capitán Del Castillo, supusieron un serio revés, ya que causaron unos trescientos cincuenta muertos y un número similar de heridos entre las tropas invasoras, además de un nuevo golpe a su ya sufrida moral.
El tiempo fue bien aprovechado por el conde de Peñalva. Este había asumido la gobernación tan solo unos días antes (el 8 de abril), pero demostró decisión, enorme laboriosidad y empeño en mantener la moral bien alta. Además, repartió mandos y misiones en base a la experiencia en combate, no por origen o posición.
El almirante Penn, tras el exitoso desembarco, cabotó la costa de la isla en dirección a la ciudad de Santo Domingo, con idea de dar apoyo artillero a las tropas de tierra. Al encontrarse con el fuerte San Gerónimo, que protegía una de las principales vías de acceso a la ciudad y que habría de ser clave para la derrota del ejército inglés, se quedó cerca para dar apoyo de artillería a las tropas de tierra y controlar y eliminar el fuerte español.
La flota inglesa totalizaba 1.114 bocas de fuego. Sin embargo, esta potencia distaba mucho de ser efectiva, pues no se concentró sobre el fuerte español. El almirante inglés, viendo las dificultades que estaban teniendo sus compatriotas, dividió el fuego de sus navíos. En tierra no solo fue ineficaz, sino que el fuego amigo sembró el desconcierto entre las tropas invasoras.
Otro fallo que cometió la expedición fue creer innecesario llevar un tren de artillería de asedio. Apenas contaban con un mortero y dos cañones pesados. A todas luces, completamente insuficiente para un sitio prolongado.
El 5 de mayo volvieron a marchar las fuerzas de la Mancomunidad, pero ya no iban tan orgullosas como al principio. El calor, la humedad, la sed, la enfermedad que empezaba a cebarse con ellos, la agotadora marcha a través de la selva, los constantes hostigamientos y la resistencia de los españoles, sumados a su dominio del terreno, estaban probando que no habían elegido el objetivo idóneo.
Como les decía, atacaron ese día y eligieron concentrar el ataque en el mismo punto que la vez anterior. El conde de Peñalva, previendo esto, había destacado una fuerza de 550 hombres de la magra guarnición de 700 con los que contaba. El resto quedó en reserva.
Las fuerzas españolas eligieron el lugar para sorprender a la lenta columna inglesa. Abrieron fuego de mosquete por los flancos, mientras los cañones del San Gerónimo barrían el camino. El golpe de gracia lo dieron los piqueros. Ese día los ingleses perdieron a 1.300 hombres. A día de hoy, sigue siendo la mayor batalla disputada en Santo Domingo. Tras la derrota, tanto Penn como Venables decidieron reembarcar a las tropas y el material que pudiera salvarse, y dar la campaña por terminada.
En total, la campaña inglesa en Santo Domingo fue un desastre. Apenas había durado una semana, pero diezmó a las tropas, desgastó el material y erosionó la moral. Para el victorioso Ejército de Nuevo Modelo, como se había denominado al ejército reformado creado por Cromwell, fue un baño de humildad.
Los derrotados Penn y Venables repasaron cuidadosamente las instrucciones del Lord Protector Cromwell: «Desembarcar en San Juan o en La Española». Pues bien, lo habían hecho y les habían sacado a patadas. Las instrucciones señalaban otras opciones secundarias: Puerto Rico, Portobelo y Cartagena. Todas estas plazas se juzgaron demasiado bien defendidas. Descartadas.
Pero debían conseguir algo. No podían presentarse delante del serio y estricto Lord Protector de la Mancomunidad con las manos vacías. Sería su segura desgracia, cuando no su ejecución.
Será, para alivio de la zozobra de estos oficiales, que perderíamos la isla de la Jamaica. Pero eso ya es otra historia.