El Camino español por Augusto Ferrer-Dalmau
Cuando los Tercios españoles olían a ajo y sus enemigos a mantequilla
A través del Camino español, los Tercios llevaron a Europa la huella militar y cultural del Imperio
La presencia de los Tercios españoles afectó a toda Europa. En Flandes ya vivían centenares de burgaleses y bilbaínos que formaban una próspera comunidad dedicada a la venta de lana merina a la potente industria textil flamenca. Algunos de aquellos avispados navieros vascos buscaron troncos de roble y abeto que los lejanos letones del ducado de Curlandia, estado vasallo de la mancomunidad polaco-lituana, vendían para palos mayores, de mesana y trinquete de nuestros galeones.
A pesar de todo, la rebeldía contra nuestro monarca Felipe II, especialmente por extensión de la herejía calvinista, propició la llegada de miles de soldados españoles en los tercios, a través del Camino español que partía desde Milán hasta llegar a Luxemburgo. Esta vía fue la responsable de la llegada de miles de jóvenes españoles, identificados por el olor a ajo y cebolla, aunque ellos se defendiesen del fuerte olor que flamencos y otros germanos desprendían del sebo y la mantequilla usada para cocinar.
La comida de los miembros de los tercios se basaba principalmente en pan de munición, un pan elaborado con trigo y centeno; el bizcocho o galleta, doblemente horneado para que se endureciese y pudiese guardarse más tiempo; libra y media (750 gramos por soldado), una libra de carne y otra media de pescado (atún, sardinas o anchoas), habas, arroz, garbanzos y sal, junto con medio litro de vino, aceite y vinagre. En caso de no encontrar vino, se daba algo más del doble en cerveza local. Lo que fuese antes de que tomasen agua y pudiesen enfermar: el líquido elemento era el principal foco de enfermedades. En conjunto eran unas 3 500 calorías al día, suficientes para un español de 1,60 m de altura.
Cuando se acampaba en los sitios de descanso podían hacer una olla podrida, antecedente de nuestros cocidos. A fuego lento se iban haciendo garbanzos con verduras y carnes de diferentes tipos, principalmente de cerdo, por lo sustancioso, pero también de cordero o vaca; y, si no, un triste hueso de jamón daba cierta alegría a aquellos soldados salidos de nuestros pueblos.
Habitualmente cocinaban los mozalbetes adoptados como criados, que en el futuro se convertían en bisoños (soldados novatos, en dialecto lombardo), o las mujeres italianas que habían conocido en el periodo de instrucción y guarnición en los territorios italianos y que ahora, en su marcha a los Países Bajos para combatir a los rebeldes, acompañaban a sus hombres para no perderles de vista ante la robusta belleza de las flamencas.
Los soldados se dividían en grupos de una decena de miembros, habitualmente por lazos de familia o vecindad de la misma comarca. Compartían la comida en la misma olla, «pescando» en ella la comida con sus dagas o cucharas; comían y dormían en la misma cámara, por lo que los miembros del grupo se definirán como camaradas, los que comparten la misma cámara de forma regular. El espíritu de camaradería se transformará en la base del espíritu de unidad del tercio y en el elemento que los convierta en imbatibles ante cualquier formación de mercenarios ávidos de salario, pero no de honor para sus familias y rey.
Dar de comer a miles de hombres era un gasto cuantioso. Los furrieles, encargados de la logística de la alimentación, se dedicaban a buscar algo barato y sustancioso que pudiese quitar el hambre a sus hombres. En la línea de frente solían llevar queso, embutido, mojama, pescado o frutos secos, hasta que hubiese un momento de tranquilidad en que proceder al avituallamiento normal. Algún furriel se había dado cuenta de que en la capital económica del imperio, Sevilla, los frailes habían cultivado patatas como ornamento, aunque, conocidas sus cualidades alimenticias, fueron usadas para dar de comer a enfermos y pícaros de la sopa boba; por lo que pronto el tubérculo andino formó parte del zurrón de los soldados y su secreto llegó a todos los rincones europeos.
Siglo y medio más tarde, los terrenos llanos de Brandeburgo, por mandato del gran Fritz (Federico II de Prusia), se convirtieron en uno de los hogares de mayor producción de patatas para evitar las hambrunas y alimentar a sus reclutas, los mejores guerreros prusianos del siglo XVIII. Del mismo modo, la verde isla esmeralda de Irlanda, colonia de Gran Bretaña, también dependió del viajero tubérculo peruano, que se convirtió desde 1593 en la base de la alimentación de la población irlandesa. Su dependencia causó que cuando en 1845 una plaga devastó sus cosechas, las hambrunas empujasen a una parte importante de su población a emigrar a los EE. UU.
Los españoles de Flandes, como llamábamos a la región tomando la parte por el todo, no obstante, veían en los mercados naranjas, limones, granadas, higos, pasas, dátiles, almendras, avellanas, piñones, alcaparras, anís, azafrán, arroz, incluso vino que no se avinagraba tan rápido gracias al frío de la región. Los barcos españoles y portugueses llevaron sus productos alimenticios junto a las especias de Oriente y, después, los procedentes de América, abriendo una ruta de riqueza y contactos que, procedente del Nuevo Continente, llegaba a Sevilla, engarzaba con la de Oriente en Lisboa y luego ambas partían a Ostende, para ir luego a Brujas y Gante, aunque posteriormente Amberes tomó el liderazgo comercial de los Países Bajos fieles a la Iglesia católica y, por esa cuestión, a España.
En aquella ciudad, un niño rubio y pecoso miraba embelesado los enormes galeones españoles que llegaban a puerto. Sin embargo, sus dedos escondían un don particular, y Pedro Pablo Rubens, que era su nombre, nos abrirá una ventana a aquel tiempo a través de su pintura, pero esto es relato de otro artículo.