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Historias de la historiaAntonio Pérez Henares

Antonio de Mendoza y Pacheco, el primer virrey y pacificador de la Nueva España

Antonio de Mendoza sería quien llevara ese mismo espíritu de templanza al corazón de América. En México y en el Perú, gobernó entre conflictos, epidemias, rebeliones y descubrimientos, dejando una huella duradera en la historia del Imperio

Detalle del retrato de Antonio Mendoza y PachecoReal Academia de la Historia

Se crio en la Alhambra, jugó de niño en los jardines del Generalife, hablaba árabe, vestía a la morisca, tuvo simpatías comuneras como su hermana María, fue fiel servidor luego del emperador Carlos V y pacificador de la Nueva España y del Perú. Fue al tiempo guerrero, diplomático y muy leído y culto; era inteligente, avisado y ambicioso, siempre preocupado por el engrandecimiento de su familia. Era, por todo ello y bien condimentado, un perfecto prototipo de Mendoza, digno heredero de su bisabuelo, el marqués de Santillana; de su tío abuelo, el gran cardenal, y de su padre, el conde de Tendilla, primer alcaide de la Alhambra y de Granada, a la que supo entender, amar y preservar para el futuro, y capitán general de Andalucía. De todos aprendió y a todos se pareció en defectos y en virtudes.

Nació en Mondéjar (Guadalajara), provincia solar y predio de su todopoderosa familia, hijo del gran Tendilla —conde y marqués— y de su segunda mujer, Francisca Pacheco y Portocarrero, de no menor linaje y poderío, pues era hija del marqués de Villena. Pasó su niñez en Granada y en la Alhambra, absorbiendo los dos mundos que allí coexistían. Cuando fue enviado a casa del marqués de Denia para su instrucción en saberes y milicia, con el humanista Pedro Mártir de Anglería, su padre hubo de señalarle que procurara usar en el viaje y la estancia ropas castellanas.

Era el segundo de los varones, pero su padre, aunque el hijo primogénito era Luis y por ello quien le sucedió a su muerte como capitán general de Andalucía y cabeza de familia en 1515, tuvo fuerte predilección por él. Tuvo seis hermanos, de los cuales muchos, de una u otra manera, destacaron. Luis, amén de sus cargos heredados, fue consejero de los Reyes Católicos y luego del emperador Carlos V, con quien le unió gran cercanía, amén de presidente del Consejo de Indias.

Diego Hurtado de Mendoza, el más culto de la familia, fue embajador y gran poeta. Recientes estudios le atribuyen la autoría del Lazarillo de Tormes. Francisco fue cardenal; Bernardino, capitán de las galeras del Mediterráneo, todo un gran innovador que hizo de esa flota un elemento esencial del poder castellano; y María Pacheco, esposa del comunero toledano Juan de Padilla, que pasaría a la historia como símbolo de lealtad a la causa.

Antonio aprendió al lado de su padre las dificultades de la gobernanza entre culturas, religiones y hábitos diferentes y contrarios, y la necesidad de la templanza y la firmeza a partes iguales. Ingresó jovencísimo en la Orden de Santiago y su padre le consiguió el título de comendador de Socuéllamos (1510). En 1513 fue nombrado regidor del cabildo de Granada.

Al morir su progenitor y heredarle su hermano, él permaneció a su servicio. Fue precisamente Luis, como capitán de Andalucía, quien, tras la muerte del Rey Católico, proclamó en la Alhambra a Carlos como rey, para que ocupara el trono junto a su madre, Juana. Fue Antonio de Mendoza el encargado de viajar a Bruselas para encontrarse con él y trasladarle la lealtad de toda la familia Mendoza, consiguiendo de paso que el rey Carlos confirmara a Luis en la capitanía general andaluza y acompañándolo en su desembarco en España, en Tazones, y su llegada a Villaviciosa el 2 de octubre de 1517.

Se casó en 1518 con Catalina de Vargas y Carvajal, hija de Francisco de Vargas, contador mayor de los Reyes Católicos, con la que tuvo tres hijos: el mayor, Íñigo, que tuvo una importante carrera militar hasta que la muerte le alcanzó –en las victorias también perecen los vencedores– en la batalla de San Quintín (1557), ya fallecido su padre; Francisco, marino que le acompañó a Nueva España y el Perú y que acabó después combatiendo en el Mediterráneo con su tío Bernardino; y Francisca.

A poco de su boda comenzó para Antonio de Mendoza un periodo de dudas y problemas. Los Mendoza, encabezados por el duque del Infantado, apoyaban al rey Carlos, pero al estallar la rebelión comunera no fueron pocos los vástagos que manifestaron simpatías por ella. Notoria y vibrante la de su hermana María en Toledo, pero también la del propio primogénito del duque, el conde de Saldaña, en Guadalajara.

Yugulada la revuelta, el alcarreño volvió al redil y fue perdonado, y acabaría por heredar el ducado. Antonio de Mendoza atravesó por parecida peripecia. En su calidad de procurador por el cabildo de Granada en las Cortes de Valladolid de 1518, y a pesar de su relación con el rey, apoyó al doctor Zumel y votó en contra de Carlos en varias ocasiones, con gran disgusto de su hermano mayor. La villa de Socuéllamos, de la que era comendador, resultó la única de toda La Mancha en oponerse a las tropas reales.

Pero su veleidad comunera duró poco. Cuando el cabildo granadino quiso de nuevo enviarlo a las Cortes de Santiago al año siguiente, la familia lo llamó al orden y lo acató. Y no solo eso, sino que, al lado de su hermano, los combatió en la batalla de Huéscar, donde comandó una tropa de 4.000 moriscos, castigando con dureza a los cabecillas vencidos, pero sus buenos oficios consiguieron benevolencia para con el resto.

Parecía haberse resuelto el asunto cuando se torció de nuevo. Su hermano Luis le envió junto a Bernardino a defender los intereses de otra de sus hermanas casada con el conde de Monteagudo. Este había partido a Flandes dejando como alcaide de Almazán a Juan Garcés de Ágreda, quien negó a los Mendoza la entrada. Estos la atacaron con terrible dureza, utilizando fuego de alquitrán, y, apresado Garcés, fue torturado y ajusticiado. Antonio Mendoza acabó procesado por ello y condenado a un año de destierro en la sede de la Orden de Santiago, a la que pertenecía, Uclés, donde aprovechó para residir en Socuéllamos y rehabilitar su convento-encomienda santiaguista. Pero el rey Carlos ya no contaba con él y tampoco con su familia.

Todo cambió en el año 1526 y en ello tuvo mucho que ver la esposa de Carlos V, la bellísima Isabel de Portugal, con quien se casó aquel año en Sevilla. Al realizar después un viaje por toda Andalucía para conocer aquella región, ahora clave y esencial por su conexión y comercio con los dominios de América, recalaron en Granada, donde acabarían por quedarse más de seis meses.

La emperatriz Isabel de Portugal. Obra de TizianoMuseo del Prado

La hospitalidad de los Mendoza –el capitán general, Luis, y sus hermanos– y el arrobo de la emperatriz ante la belleza de la Alhambra los congració de nuevo con el rey Carlos, quien ese mismo año nombró a Antonio embajador en Hungría y Bohemia, esencial en el entramado de los Habsburgo, pues allí reinaba el hermano pequeño de Carlos, criado en Medina del Campo, Fernando. Al año siguiente dio el mismo cargo a Diego, en la esplendorosa Venecia. El primogénito vio aumentado su rango nobiliario con el ascenso a la Grandeza de España y, por último, Bernardino, ya en 1525, obtuvo el mando de La Goleta y de las galeras en el Mediterráneo.

La siguiente misión, ya precedido de fama de pacificador y buen conocedor del mundo morisco, tuvo lugar en Hornachos, donde se sucedían los disturbios y los castigos no hacían sino exacerbarlos. Consiguió apaciguarlos y se comenzó a pensar en él para el hasta entonces impensable cometido que la historia le reservaba y para el que ya la emperatriz Isabel, quien le había cogido especial aprecio en su estancia en Granada, le consideraba el más adecuado por su entendimiento y mesura ante mundos diferentes.

Lo que sabía hacer con los moriscos en España bien pudiera hacerlo también con los indígenas americanos. Fue ella quien por primera vez le llamó a la corte y, en nombre del rey, le ofreció trasladarse a América. Pero se cruzó la coronación imperial y acabó siendo el enlace y hombre de confianza entre los dos reales esposos hasta lograrla y asistir a ella en Bolonia el 24 de febrero de 1530. Desde allí hubo de partir de nuevo hacia Innsbruck para un nuevo encuentro con el rey Fernando.

Fue ya en 1531 cuando volvió a ser llamado por la ya emperatriz y le fue ofrecido el virreinato de la Nueva España. Pero no pudo todavía concretarse, pues antes hubo de acompañar al emperador a Hungría, en su campaña contra el turco y la firma de la paz en 1532. Fue después cuando ya discutió con la emperatriz y sus consejeros los términos de la misión que se le encomendaba. En ello participó el obispo Zumárraga, venido a España desde México y cuyos informes habían preocupado seriamente a la Corona. El nombramiento no se hizo efectivo hasta el año 1535.

Las atribuciones que se le concedían eran de «visorey» con plenos poderes, a la que se unían los nombramientos de gobernador, capitán general de Nueva España y presidente de la Real Audiencia de México, por lo que toda otra autoridad en aquel territorio quedaba sometida a la suya.

Antonio de Mendoza en Los Gobernantes de México

Antonio de Mendoza había enviudado ya por entonces. Tenía tres hijos: Íñigo, que hizo carrera en los ejércitos del emperador (moriría en la batalla de San Quintín, en 1557, pues hasta en las más gloriosas victorias perecen algunos de sus vencedores); Francisco, que acompañó a su padre en América; y la pequeña Francisca.

Antonio de Mendoza preparó su viaje a conciencia, llegando a Veracruz en septiembre de 1535 y haciendo entrada en la ciudad de México el 14 de noviembre, donde fue recibido con arcos triunfales, pero donde le esperaban los mayores problemas.

Hernán Cortés, el conquistador, había regresado y se había establecido allí como marqués de Oaxaca, y proseguía sus conquistas por el norte y quería continuarlas por el Pacífico. Chocaba con muchas oposiciones y la inquina de Nuño Beltrán de Guzmán, gobernador de la Nueva Galicia y fundador de Guadalajara, acusado de cometer atrocidades continuas con los indios, encendiendo las rebeliones.

Para completar el cuadro, Francisco Montejo gobernaba el Yucatán y Pedro de Alvarado tenía encomienda en Guatemala y disputaba con él.

El virrey traía instrucciones muy precisas en materias clave como la evangelización, el trato a los indígenas y la relación con las autoridades eclesiásticas, contenidas en 24 disposiciones firmadas por el rey Carlos. Entre ellas figuraban: la creación de una casa de moneda; un censo de conquistadores vivos y su posible recompensación; un informe sobre los caciques y las riquezas ocultas; la apertura de minas y, si era necesario, la importación de esclavos negros; así como el control de corregidores, religiosos y obispos –incluidos sus haberes, límites jurisdiccionales y nombramientos–.

También se encargaba al virrey la fundación de fortalezas y poblaciones, como Valladolid (hoy Morelia). Especial atención merecía un informe sobre la situación de los indígenas y los abusos sufridos, para que cesaran «las muertes y robos y otras cosas indebidas hechas en la conquista y en cautivar y haber por esclavos a los indios».

El virrey debía aprobar las bulas y breves papales, así como ser preceptivamente informado de los nombramientos y destinos de sacerdotes y frailes. También le correspondía, por su cargo de gobernador añadido, ocuparse de los ingresos y gastos de la real hacienda y las obras públicas, la explotación de los recursos y, como presidente de la Audiencia, con la excepción del derecho de voto por no ser letrado, era el supremo poder judicial.

A todo ello se puso, con alguna añadidura. Y no fue la menor el hacer que la población indígena fuera sabedora de las leyes, en especial de las que le favorecían, haciéndolas en su lengua o traduciéndolas en las plazas y lugares de reunión, comenzando con la práctica el propio virrey, en la propia ciudad de México y en presencia de la Audiencia.

Su primer acto de gobierno fue llamar a México y someter a juicio de residencia al gobernador de la Nueva Galicia, Nuño Beltrán de Guzmán, que pretendió zafarse de ella alegando razones de paisanaje alcarreño, bajo la acusación de corrupción y maltrato a los naturales. Los cargos fuesen plenamente probados, Nuño fue enviado preso a Castilla, en 1538, y acabó muriendo preso en la cárcel.

En 1537 había llegado a la capital mexicana, tras su increíble periplo, Álvar Núñez Cabeza de Vaca, acompañado de los tres únicos supervivientes de la expedición de Narváez a la Florida: Castillo, Dorantes y Estebanico. Las noticias de un fabuloso y no descubierto reino al norte hicieron que el virrey promoviera diversas expediciones hacia allá, entre ellas la de Vázquez Coronado, que acabaría por llegar hasta el Gran Cañón del Colorado.

Españoles en el Colorado por Augusto Ferrer-Dalmau

En su mandato comenzó a operar la primera imprenta del continente, puesta en marcha en Ciudad de México en 1539 por Juan Pablos, que, aunque natural de Brescia, se había formado en tal arte en la de Juan Cromberger en Sevilla.

Durante su gobierno se fundaron instituciones clave como el Colegio Imperial de Santa Cruz de Tlatelolco, para la educación de los indios nobles, con la colaboración de fray Bernardino de Sahagún; el de San Juan de Letrán, destinado a indios y mestizos; y el de La Concepción, para mujeres. Además, se emprendieron numerosas obras públicas: se acondicionaron los muelles y la aduana y se fortificó el puerto de Veracruz, mientras la Ciudad de México seguía creciendo a gran ritmo. Inició las gestiones para crear la primera Universidad de México.

En cuanto a la expansión de los dominios españoles, se avanzó en el Yucatán, aunque con mucha oposición india, pero logró a la postre conquistarse, al igual que Guatemala, donde finalmente Montejo logró hacerse con el mando tras la marcha de Alvarado, que acabaría por morir en la guerra del Mixtón, en el norte, la peor sublevación india que hubo de afrontar el virrey.

Fueron también trascendentales los viajes para encontrar pasos al Pacífico, buscándolos hacia el norte, mientras que, por Magallanes, Ruy López de Villalobos llegaba al archipiélago que se nombró ya como Filipinas, en honor del entonces infante heredero, don Felipe. Mandó socorro también —y a través de hombres de Cortés— a la expedición de Loaisa, en la que iba Andrés de Urdaneta.

En 1543, el rey Carlos, tras reunión del Consejo Real, dictó nuevas leyes para el trato de los pobladores de las Indias y se nombraron visitadores para aplicarlas. Algo que resultó al cabo imposible, pues los encomenderos no estaban dispuestos a dejar de tener indígenas esclavos. Se permitía si eran prisioneros de guerra contra «alzados», y ese era el coladero. El intento acabó por fracasar ante la oposición frontal de los conquistadores.

La peste fue el peor azote del virreinato, causando una enorme mortandad y reduciendo gravemente la población indígena. El virrey hizo cuanto pudo –limitado por los escasos recursos médicos de la época–, promoviendo la creación de nuevos hospitales. Aun así, las consecuencias demográficas y económicas fueron devastadoras.

Las malas noticias comenzaron a llegar entonces del Perú, con la sublevación del pequeño de los Pizarro, Gonzalo. El hijo del virrey, Francisco, se puso al frente de un ejército y prestamente se dispuso a acudir en su socorro. El rey, en agradecimiento, dio a la Ciudad de México el título de «muy noble, insigne y leal».

Al año siguiente, la salud de Antonio de Mendoza sufrió un grave quebranto: un ataque de apoplejía que lo imposibilitó para el gobierno, responsabilidad que cedió a su hijo, quien demostró acierto. Algunos cargos influyentes escribieron a la Corte pidiendo el virreinato para el joven, lo que hubiera dado lugar a una especie de herencia dinástica de padre a hijo. Ello alarmó al Consejo de Indias —del que su hermano Luis era presidente—, que se opuso de plano.

El descubrimiento de las fabulosas minas de Zacatecas supuso una enorme inyección económica para el virreinato y un error de los encomenderos, a quienes Mendoza les ofreció cambiar esa condición por la de propietarios, y no aceptaron.

Sin embargo, la situación en Perú continuaba deteriorándose por la guerra civil. De acuerdo con su hermano Luis, el rey Carlos decidió trasladarlo del virreinato de la Nueva España al del Perú, designando en su lugar a Luis de Velasco. Esta decisión coincidió con rumores en la Corte sobre la supuesta intención de Mendoza de establecer una gobernación hereditaria en Nueva España.

Aunque ya mermado de fuerzas, su presencia fue benéfica desde el comienzo, «por la buena fama que ya tenía en el Perú de varón de gran modestia, estudioso, sabio y prudentísimo». Era mayor, venía muy cansado y estaba enfermo, pese a lo cual «comenzó a gobernar y presidir en la Audiencia, procuró tratar y entender de todas las cosas y negocios para en todo proveer con maduro consejo, aunque mucho le impedía su indisposición y poca salud».

Logró hacer una primera inspección virreinal, cuyos resultados envió con su hijo a la Corte. Alentado por él, Juan Díez de Betanzos escribió su crónica Suma y narración de los incas, que se tiene por la primera descripción del territorio, de las costumbres indígenas y de la historia de su imperio, el del Tahuantinsuyo.

Pero los enfrentamientos entre los españoles proseguían, y hubo de hacer frente a un nuevo levantamiento en el Cuzco, que concluyó con la decapitación de sus tres cabecillas. Muy enfermo, siguió despachando a diario, pero poco más pudo hacer. A menos de un año de su llegada, falleció el 21 de julio de 1552 y, tras una pomposa ceremonia en la catedral de Lima, fue sepultado en su sacristía.