Isabel de Portugal, la reina más bella de España
Inteligente y resolutiva, hizo honor a su abuela, la reina Católica y suplió con solvencia las muchas ausencias de su marido, el emperador Carlos V

La emperatriz Isabel de Portugal. Obra de Tiziano
Ella era portuguesa de nacimiento, de ascendencia española, nieta –y por ello heredó también el nombre– de la reina de Castilla y del rey de Aragón, o sea de los Reyes Católicos. Abuelos ambos también de su augusto marido, Carlos I y V a la vez, o sea que era prima hermana suya. Costumbre aquella que fue norma de fe y de obligado cumplimiento en la Casa de Austria y que les acabó por traer al tiempo muy serios problemas y no solo el tener una mandíbula prominente sino mucho peores taras.
Tuvo, y mantiene, merecida fama de haber sido la más hermosa reina, y en su caso, también emperatriz, que España ha tenido. De la belleza de Isabel de Portugal, hija del rey Manuel I y de María de Aragón, ha quedado prueba fehaciente en los lienzos, las esculturas y las crónicas. El maravilloso cuadro de Tiziano y la escultura de Leoni lo atestiguan. Aunque como siempre tiene que haber un mal meter, se dice que por orden del emperador, el pintor le retocó levemente la nariz. La tuviera como aparece en el cuadro o levemente aguileña como la maledicencia quiso propalar; que era una impactante y serena belleza nadie lo puede negar.
Pero no solo fue guapa y gentil. La reina Isabel, como su abuela, fue una avisada, prudente y eficaz reina y ejerció con mucho acierto como tal. No falta incluso quien señale que le salvó de muchas a su marido, le sostuvo la imagen y la corona en los momentos difíciles y lo convirtió en verdad en un monarca español, algo que al principio sus súbditos no veían –y con no poca razón– como tal y que le causó fuertes disgustos. Por ejemplo con los comuneros. Hasta que corrigió rumbo y enderezó el paso. Y en ello Isabel, que de su abuela heredó temple, inteligencia y saber afrontar con energía y tino las más peliaguda situación, tuvo mucho que ver.
Porque Isabel de Portugal fue una reina que reinó en verdad. En los 13 años de su matrimonio con Carlos –cuya boda tuvo lugar en los Reales Alcázares de Sevilla el 11 de marzo de 1526, contando entonces la novia 22 años y el novio ya 26– el César tuvo que andar de acá para allá por todo el imperio y las posesiones y guerras españoles por Europa y norte de África por lo que fue Isabel quien, en sus largas ausencias de la Península, más prologadas que sus estancias, cogía las riendas y las sujetaba y guiaba con firmeza.

Retrato de Carlos V e Isabel de Portugal, copia de Rubens de un original perdido de Tiziano
Los historiadores afirman que sus sucesivas gobernaciones en los años 1529-1532, 1535-1536 y 1538-1539 fueron, no solo benéficas, sino que permitieron mantener un poco más al margen a España como tal del Sacro Imperio, que más que nada dio mucho quebradero de cabeza y aún más quebranto de hacienda.
Pero no crean que tuvo fácil inicio aquel matrimonio, a pesar de que la infanta portuguesa, bajo los auspicios de su madre y tal vez el influjo de su abuela, entendiera casi estar predestinada a él. Y que le gustaba la idea una barbaridad, además.
La alianza con Portugal había sido siempre objetivo esencial de la reina Católica, que había casado a su hijo mayor Juan con una infanta también portuguesa y que, si seguimos el relato de la leyenda, su fogosidad amatoria hizo sucumbir. Fallido ese enlace no cejó, y el rey Manuel I acabó por ser marido, una tras otra, de tres infantas españolas: las dos primeras eran hijas suyas, María, la madre de la después emperatriz, e Isabel. Y la tercera, Leonor, prima de Isabel I de Castilla y hermana de quien luego sería su marido, Manuel I.
Un lio, vamos. Pero era algo muy normal por lo visto y por aquel entonces del reinar eso de que tu padre estuviera casado con la hermana de tu marido. Que yo ya me he liado y supongo que ustedes, también.

Carlos V
Sin embargo y a pesar de las intenciones castellanas y de la interesada, al principio la cosa se torció. Los consejeros flamencos que tuvieron de entrada más influencia, mano y eran más escuchados por el joven Carlos. Y estos preferían una alianza con Inglaterra por más que los castellanos y sus levantiscas Cortes y comunidades fueran acérrimos partidarios de la portuguesa. Portugal, cuya flota era la única que podía competir con la castellana en el Atlántico y Ultramar, era el reino más rico de la cristiandad, señores de la Ruta de las especias, la mostaza, el clavo y la canela valían más que el oro, y los mejores aliados que podía tenerse contra los berberiscos.
Se impusieron los flamencos aunque algo hubieron de respetar los deseos de los autóctonos. De esta forma se casó al ya anciano rey Manuel y a su hijo con dos hermanas de Carlos. La mayor, Leonor, con el padre y la menor y póstuma hija de Felipe el Hermoso, Catalina, con su heredero, el luego rey portugués Juan III.
Pero se desdeñó para Carlos a la Isabel portuguesa y se le adjudicó otra prima, nieta también de los Reyes Católicos, pero esta inglesa, María Tudor, hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón, apenas una niña entonces, porque que a los flamencos les convenía más para intentar así romper la alianza de Francia con Inglaterra. Pero esta última parte no acabó de fraguar y no hubo boda. Caprichos de la historia, esta presunta novia, la niñita inglesa, acabaría por ser la esposa, muchos años después y ella ya bastante madurita, del primogénito de Carlos e Isabel, un joven Felipe II, pero esa es otra historia.
Para que Isabel volviera a tener una nueva oportunidad hubo de morir su padre, don Manuel, en el año 1521 y subir al trono su hijo, Juan III, casado al año siguiente según lo previsto con Catalina, dejada atrás la guerra comunera, perdida en buena parte la influencia flamenca y crecida la castellana, los deseos de estos se impusieron y la boda del ya emperador Carlos V y la bella Isabel de Portugal se abrió camino y finalmente se celebró, tras acordarse en 1525, al año siguiente en territorio español. En Sevilla entonces la más floreciente ciudad, y no es en absoluto exageración, de todo el mundo, pues el que de allí y hasta allí hubieran de partir y arribar las flotas de las Indias la habían convertido en el lugar a quien todo aquel que buscara fama, gloria, negocio, dinero y poder tenía que ir.
Fue una boda por interés, política y conveniencia. Los acuerdos económicos muy importantes. La novia, que era la rica en dineros, aportó 900.000 de doblas de oro, mientras que el novio, que lo era en territorio y poder, otorgó rentas de ciudades, entre ellas Albacete y Alcaraz y una cantidad en oro tres veces menor, 300.000 doblas, tras tener que hipotecar nada menos que tres ciudades de la ciudades más importantes de Jaén: Úbeda, Baeza y Andújar. Pero resultó también ser boda y matrimonio de amor y por amor, que trajo a ambos felicidad, prontos herederos al reino, la mejor de la compañía cuando podían estar juntos y el mejor sostén para el gobierno de España cuando el rey tenía que marchar.
Carlos había tenido no pocos devaneos y varios hijos durante su soltería y volvió a tenerlos en su viudedad pero mantuvo una gran lealtad a su esposa de la que siempre y para siempre quedó enamorado. No quiso casar tras su muerte y fue tan perdurable en su recuerdo, que tras caer de inicio en una profunda depresión de la que logró recuperarse, la melancolía por su ausencia no dejaba de asaltarle y es bien conocido que en su retiro final en Yuste, el cuadro que siempre estuvo a su vista y antes sus ojos tenía cuando la muerte le vino a alcanzar, era el más hermoso retrato de Isabel .
El matrimonio no pudo tener inicio mejor. La pareja dedicó, tras la boda, un buen tiempo a recorrer Andalucía, instalándose al final en la Alhambra granadina, que mandaba con firme y sabia mano el Gran Tendilla, de la que quedó prendada la emperatriz y donde permanecieron varios meses y a la que gustó mucho volver.
Fue una reina fértil, que algo que se tenía en mucha estima por ser la trascendental y primera misión de una reina. En sus trece años de matrimonio tuvo cinco hijos, aunque el único varón en sobrevivir a la infancia fue el mayor, Felipe II y dos abortos, al segundo de los cuales, acaecido en el Palacio de Fuensalida en Toledo, no pudo sobrevivir.

Carlos V y Felipe II. Obra de Antonio Arias Fernández
La postración de Carlos fue tal que, tras retirarse angustiado a un monasterio, encomendó a su hijo, Felipe, un niño aún, que encabezara la comitiva fúnebre que llevara sus restos a Granada, donde había elegido ser enterrada a buen seguro, y amen de por otras cosas, por el recuerdo de aquellos tiempos felices de sus primeros tiempos casada con quien ella desde niña quería casar y al que ya casada amó con devoción, entrega y lealtad. Dirigió la comitiva fúnebre un noble caballero de la corte de muy ilustre nombre y rango, Francisco de Borja, joven duque de Gandía, casado con Leonor de Castro, portuguesa también e íntima amiga de la emperatriz, aunque hay quien dice que platónicamente enamorado de ella.
Al llegar a destino y al ser preceptivo y así reclamado por los Monteros de Espinosa que habían custodiado sin dejar un instante su vigilancia, el ataúd y aparecer el cuerpo muy descompuesto por el tiempo trascurrido y el elevado calor en el viaje, juró que «No volvería a servir a señor que se me pueda morir». Lo cumplió. Al fallecer, no mucho después, su propia esposa, Leonor, tomó los hábitos, ingresó en la recién creada, por Ignacio de Loyola, compañía de Jesús y alcanzo a ser el también como el vasco elevado a los altares. San Francisco de Borja, es hoy. Hasta ello alcanzó, en cierta manera, a lograr la hermosa y gentil Isabel.