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El presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, y el ruso, Vladimir PutinAFP

132 días de guerra en Ucrania

Ucrania, la guerra de siempre: entre la debilidad del fuerte y la fortaleza del débil

Los lacedemonios cometieron el error de pensar que la paz se defiende dejando que los agresores se salgan con la suya

Es profundamente inquietante constatar lo mucho que le cuesta a la humanidad superar sus peores tendencias. Por crueles que sean los crímenes que se cometan ante los asombrados ojos de los ciudadanos pacíficos del presente, un repaso a la historia nos demuestra que hechos iguales o muy parecidos forman una parte ineludible de nuestro legado.
Son muchos los analistas militares que aseguran que, desde el punto de vista táctico, la guerra de Ucrania ha ido retrocediendo en el tiempo, desde las operaciones helitransportadas de los primeros días, propias del siglo XXI, hasta las batallas de trincheras y artillería que encajan mejor en las primeras décadas del siglo XX.

La esencia del conflicto

Tucídides, principal precursor de la historiografía militar, relata en la Historia de la Guerra del Peloponeso unos hechos que, con pequeños ajustes, explican la invasión de Ucrania tan bien como puede hacerlo el más certero analista del presente. Basta reemplazar la Atenas de entonces por la Rusia de Putin, sustituir la isla de Milo por la Ucrania de Zelenski y cambiar Esparta por la OTAN para entender el escenario político de la actual guerra.
De la mano de Tucídides, no es difícil reconstruir el tono de las negociaciones entre las delegaciones de Rusia y Ucrania, reunidas en Bielorrusia durante los primeros días de la invasión. Dicen los embajadores atenienses que «en las cuestiones humanas, las razones de derecho intervienen cuando se parte de una igualdad de fuerzas, mientras que, en caso contrario, los más fuertes determinan lo posible y los débiles lo aceptan».
Y desde el más inhumano pragmatismo, sin concesión alguna a la ética, los atenienses añaden: «Queremos dominaros sin problemas y conseguir que vuestra salvación sea de utilidad para ambas partes».
Al igual que ha hecho hace unos días Dmitri Peskov, el portavoz de Putin, los atenienses aseguran que la rendición de Milo pondría inmediatamente fin al conflicto. ¿Rasgo de humanidad? No, simple cálculo: «Porque vosotros, en vez de sufrir los males más terribles, seríais súbditos nuestros y nosotros, al no destruiros, saldríamos ganando».
Esa es la esencia de una negociación por la que todavía algunos fingen apostar, desde la izquierda europea más antioccidental y desde la derecha americana más autoritaria. Pero, ¿qué negociar? ¿Qué puede ofrecer Rusia? ¿La seguridad de las fronteras de lo que quede de Ucrania? Pero… ¡eso ya lo prometió en 1994 a cambio de la entrega de las armas nucleares que el azar puso en manos del país vecino después de la desintegración de la Unión Soviética!

¿Más de lo mismo?

Nadie creerá a Putin si ahora vuelve a ofrecer lo mismo. Parece que la verdadera oferta del líder ruso se limita a dejar de lanzar sus misiles sobre Ucrania pero –esto debería quedar claro– sin renunciar a la legitimidad de haberlo hecho y, por ello, de volverlo a hacer. ¿Quién sabe cuánto tiempo puede durar una oferta así, particularmente si Ucrania accediera a desmilitarizarse?
La verdad desnuda de la negociación es que la Rusia de hoy y la Atenas de hace 25 siglos ponen sobre la mesa el mismo brutal argumento: «No os resistáis a quienes son mucho más fuertes que vosotros». Porque lo que Putin exige a Zelenski es una indisimulada rendición incondicional, algo que ninguna nación –ni siquiera la débil y aislada Milo de entonces– aceptaría sin combatir.
Había entonces, como hay ahora, un tercer actor: el que hoy llamamos Comunidad Internacional. Dicen los melios –y, como ellos, Zelenski– que «todos aquellos pueblos que actualmente no son aliados de ninguno de los dos bandos, ¿cómo no los convertiréis en enemigos cuando dirijan su mirada a lo que está pasando y se pongan a pensar que un día también marcharéis contra ellos?».
Pero Putin, como los atenienses, no teme la posible reacción de «todos esos pueblos de cualquier parte del continente que, por la libertad de que gozan, se tomarán mucho tiempo antes de ponerse en guardia contra nosotros».
Del apasionante relato de Tucídides, quizá lo que más duele sea este último párrafo. Porque, hoy como entonces, los agresores parecen haber calculado bien. Son muchas las naciones sobre la tierra que, «por la libertad de que gozan», prefirieron mirar para otro lado mientras Hitler invadía Checoslovaquia o lo hacen ahora mientras Putin invade Ucrania.
Incluso en Occidente, presunto adalid de las libertades, crece poco a poco el número de quienes piensan que ya está bien, que el coste económico de oponerse a unos hechos ya casi consumados es demasiado alto.
Es verdad que no se nota la fatiga entre los gobiernos de los países de la Alianza Atlántica, que, como se ha visto en la reciente cumbre, se mantienen firmes en el rechazo a la invasión. Pero sí hay indicios de resignación en muchos de los que, desde sus tribunas en los medios de comunicación, defienden la necesidad de un acuerdo.
Cada uno es libre de defender su postura, pero no deberíamos falsear los hechos para tranquilizar nuestra propia conciencia. El único acuerdo posible entre Rusia y Ucrania es el sometimiento del débil a la voluntad del fuerte. Y, si eso ocurre, el resto de los países sobre la tierra habremos demostrado lo poco que hemos progresado desde que, hace 25 siglos, los lacedemonios cometieron el error de pensar que la paz se defiende dejando que los agresores se salgan con la suya.