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05 de mayo de 2024

Juan Rodríguez Garat
Juan Rodríguez GaratAlmirante (R)

Hermano contra hermano. Un nuevo crimen de guerra orquestado por el Kremlin

El reclutamiento en los territorios anexionados de Ucrania enfrentará a los propios ucranianos, como si de una guerra civil se tratase

Actualizada 04:30

Familiares y amigos lloran ante un ataúd en la aldea de Groza, Ucrania

Familiares y amigos lloran ante un ataúd en la aldea de Groza, UcraniaAFP

Hay algo en la imaginación de los seres humanos que nos hace valorar la crueldad de distinta manera cuando los crímenes se cometen a distancias más cortas. No nos parece lo mismo un Iskander, que mata sin ver el rostro de las víctimas, que un fusil de asalto o, aún peor, un cuchillo ensangrentado. Quizá sea esa la razón de que, mientras el mundo contempla horrorizado los centenares de ciudadanos israelíes masacrados por los terroristas de Hamás, hayamos olvidado que son más de 10.000 civiles ucranianos identificados con nombre y apellido por Naciones Unidas –incluidos al menos medio millar de niños– los que han perdido la vida en la Guerra de Putin. La cifra, seguramente, será mucho mayor, ya que Rusia impide toda investigación en los territorios ocupados, cubriendo con un manto de censura todo lo ocurrido en la ciudad mártir de Mariúpol.
¿Y qué decir de los rehenes asesinados en Gaza? Pocas acciones pueden ser más viles. Y, sin embargo, no ha despertado excesivo interés en la prensa internacional –y desde luego ninguno en la prensa rusa– el reciente informe del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos que descarta categóricamente la posibilidad de que haya sido un cohete HIMARS ucraniano el que provocó la masacre de prisioneros de guerra en Olenivka.
Hay muchas razones que explican ese desinterés. Para empezar, hace ya más de un año de la explosión que, el 29 de julio de 2022, asesinó a 53 militares ucranianos que Rusia tenía la responsabilidad de proteger como prisioneros de guerra. Además, si he de decir verdad, todos sabíamos que se trataba de un crimen de guerra ruso. En primer lugar, por la identidad de los asesinados, muchos de ellos combatientes del batallón Azov capturados en Mariúpol. En segundo lugar, porque la simulación fue chapucera y, aunque los rusos diseminaron por la zona restos de cohetes HIMARS traídos de otros lugares, los expertos nos habían explicado que los daños en los edificios no se correspondían con los efectos de esa munición. Y en tercer lugar porque a los que no entendemos de explosivos, pero sí de probabilística, nos parecía sospechoso que no se encontrara entre los muertos ninguno de los guardianes. Seguramente, habrían ido a tomar café.
La táctica de negarlo todo con la que Rusia responde a los crímenes de guerra de que es acusada está dando buenos resultados, al menos para mitigar la repugnancia con que deberíamos reaccionar ante ellos. Para cuando se llega a conocer la verdad, la opinión pública, que ya la sospechaba, ha perdido el interés.
Además, a medida que pasan los meses y la guerra continúa, se va insensibilizando nuestra piel. Empezamos a ver normal lo que en absoluto lo es. Peor que eso, estamos tan convencidos de que esta guerra va de las ambiciones territoriales de Putin que llegamos a perder de vista que no se trata solo de territorios, sino de personas. Personas que vivían en las regiones hoy ocupadas por Rusia con sus derechos y sus deberes, sus miedos y sus esperanzas. Y olvidamos que, a pesar de las altísimas cifras de refugiados que han tenido que abandonar sus hogares, todavía quedan millones de ucranianos viviendo bajo un régimen de ocupación.

Los derechos de los ciudadanos en los territorios ocupados

La guerra no es un fenómeno exclusivo de los humanos. Muchas especies de mamíferos tribales pelean por sus territorios de caza o recolección. Pero la nuestra, más inteligente, ha llegado a cotas de crueldad impensables en otros primates. Hace ya 3.500 años, el Deuteronomio codificaba así las leyes de la guerra: «… pasarás a filo de espada a todos los hombres. Te apropiarás, en cambio, de las mujeres y de los niños, de los animales y de todos los bienes …» Así se veían las cosas en los albores de la historia escrita. Ni siquiera las tribus de chimpancés que vemos en los documentales de National Geographic a la hora de la siesta llegarían tan lejos.

Para protegernos de la maldad, hemos creado leyes que nos diferencian de los chimpancés

3.500 años no son nada en la evolución de las especies, pero sí suponen un salto gigantesco en el desarrollo de nuestra sociedad, tan dependiente del acelerado ritmo de progreso de la tecnología. Los pueblos ya no queremos las viejas leyes de la guerra, por más que, en la mente de los peores ejemplares de nuestra especie –véase el caso de los líderes de Hamás– la tentación subsista. Para protegernos de la maldad, hemos creado leyes que nos diferencian de los chimpancés, entre las cuales se encuentra el IV Convenio de Ginebra relativo a la protección debida a las personas civiles en tiempo de guerra.
Este convenio, firmado en 1949, protege «a las personas que, en cualquier momento y de la manera que sea, estén, en caso de conflicto o de ocupación, en poder de una parte en conflicto o de una potencia ocupante de la cual no sean súbditas». Es decir, a los habitantes de las regiones ucranianas en poder de Moscú.
No sirve de excusa, por supuesto, que Rusia haya declarado que se trata de territorios de la Federación. La «anexión» proclamada por Moscú no tiene más valor que la del okupa de nuestro piso, que declara que le pertenece. Pero, por si el sentido común no bastara, el propio convenio estipula que no se privará a las personas protegidas de sus derechos a causa de la anexión por la potencia ocupante de parte o todo el territorio ocupado.

Rusia obliga a combatir a hermano contra hermano como si la de Ucrania fuera una guerra civil

El artículo 51 del convenio no puede estar más claro: «La potencia ocupante no podrá forzar a las personas protegidas a servir en sus fuerzas armadas o auxiliares». Se prohíbe, además, «toda presión o propaganda tendente a conseguir alistamientos voluntarios». Así pues, la noticia publicada en todos los medios hace una semana, que anuncia que «Rusia llama a la mili en las regiones ucranianas anexionadas» es una violación de los convenios de Ginebra. Una violación grave y dolorosa que, en último extremo, obligará a combatir a hermano contra hermano como si la de Ucrania fuera una guerra civil. Una violación que, hasta el momento –tal es el grado de anestesia colectivo en que vivimos– no he visto denunciada por nadie.

La deportación de los niños

Aprovecho que, por una vez, no he rebasado mucho la extensión recomendable para los artículos que se publican en medios digitales, para recordar que los niños ucranianos de los territorios ocupados también están protegidos por el convenio. No nos confundamos. Un estado tiene derecho a trasladar a sus propios niños para protegerlos e incluso, en las condiciones que marca la ley, a retirar a los padres la patria potestad. Pero el convenio le prohíbe deportar a los de los territorios ocupados. Si de verdad le preocupa a Putin su seguridad, su obligación legal y moral no es trasladarlos a Rusia para un adoctrinamiento específicamente prohibido por el convenio, sino dejar de dispararles o de protegerse detrás de ellos.
Por incumplir esta sencilla cláusula, y no por el interés por proteger a la infancia que le atribuyen los rusoplanistas, es por lo que el Tribunal Penal Internacional ha emitido una orden de arresto contra el dictador. ¿Un sueño imposible? Seguro. Pero uno de esos sueños que nos permiten pensar que nuestros hijos –nietos ya en mi caso– llegarán a vivir en un mundo más noble y más humano.
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