Defender a Trump con Rusia: ¿imposible o genialidad encubierta?
Un giro que descoloca: ¿locura o estrategia?

El presidente ruso, Vladimir Putin, con el presidente de os Estados Unidos, Donald Trump, en una imagen de 2019
La semana que termina ha dejado al mundo boquiabierto. Líderes, diplomáticos, analistas y el ciudadano de a pie se rascan la cabeza ante el volantazo de Donald Trump en las relaciones con Europa y el orden global. ¿Qué demonios pasa? Antes de perdernos en el ruido, hay que separar el grano de la paja: las bravuconadas del presidente estadounidense (esas salidas de tono que parecen sacadas de un diván freudiano) del fondo de su jugada. Sí, las fanfarronadas de Trump son carnaza para psicólogos, pero aquí vamos a ir más allá. Porque, contra todo pronóstico, su estrategia con Rusia y Ucrania podría no ser tan disparatada: parece una maniobra calculada para obligar a Europa a asumir responsabilidades que lleva décadas eludiendo tras promesas huecas.
Primero, las formas. En un mundo donde los titulares y los ciclos de noticias de 12 horas (con suerte) dictan el debate, todos se han fijado en los exabruptos de Trump. No es ninguna sorpresa para quien lo conoce: un Zelensky incauto aireó en público sus desacuerdos—pinchando al rottweiler donde duele—y desató una reacción desmedida. Según fuentes cercanas, Trump intentó presionar al ucraniano para que cediera las reservas de tierras raras sin firmar antes un acuerdo de seguridad, algo presuntamente pactado en una llamada días atrás, durante la visita del nuevo secretario del Tesoro a Kyiv. Zelensky, con razón, se plantó. Pero cometió el error de ventilarlo con líderes europeos, y Trump, fiel a su estilo, estalló en Fox News: llamó a Zelensky «dictador» y le inventó una popularidad del 4%. ¿Verdad? Irrelevante. Era un mensaje: «Si me desafías en público, te aplasto». El vicepresidente Vance lo confirmó ayer: «Zelensky se equivocó al provocarlo». Ahora, el ucraniano recula, según sus últimas declaraciones, pero el daño está hecho.
Más allá del circo, ¿hay sustancia? A primera vista, defender la política de Trump con Rusia parece imposible. ¿Ceder terreno a Putin? ¿Chantajear a Ucrania? ¿Romper la unidad histórica de las democracias liberales? Si rascamos la superficie y miramos la historia rusa—esa esquizofrenia entre un orientalismo nostálgico y una envidia mal disimulada hacia Occidente—, la jugada cobra sentido. Putin es un orientalista de manual, y Trump parece haberlo entendido. No opera con los códigos de Occidente, sino con una lógica propia, mezcla de orgullo imperial y pragmatismo forzado por la necesidad. Ignorar esto nos condena a tropezar eternamente con Moscú. Y aquí está el giro: Trump no solo lo comprende, sino que lo usa para poner a Europa entre la espada y la pared, forzándola a desmantelar el estado del bienestar que ha disfrutado desde 1945, gracias a no tener que pagar su propia defensa (hasta ahora, este equilibrio le funciono a las dos partes; Trump claramente ha decidido reformular la ecuación). Prepárense: lo que parece locura podría ser un jaque mate disfrazado.
Una dicotomía que no muere: Occidentalizadores contra orientalistas
Rusia lleva siglos atrapada en un dilema de identidad que no resuelve. ¿Es una potencia europea, destinada a brillar bajo las luces de la Ilustración y la modernidad occidental? ¿O un coloso euroasiático, forjado en las estepas, la ortodoxia y un desprecio visceral al liberalismo de salón? Esta fractura entre los «occidentalizadores»—que ven en París, Londres o Nueva York el futuro—y los «orientalistas» o eslavófilos—que defienden una esencia pura, comunal y distinta—es más que un eco histórico. Es el motor oculto para comprender a Putin y su guerra en Ucrania, que a día de hoy sigue desangrando a Europa del Este y acongojando a todo el continente.

Zelenski con el enviado de Trump
Pedro el Grande cortó barbas y levantó San Petersburgo para arrastrar a Rusia a Occidente. Nicolás I contraatacó con autocracia y rezos, blindándose contra el virus revolucionario francés. En el siglo XIX, Chaadaev pedía imitar a Europa; Khomyakov replicaba que la Rusia auténtica estaba en las aldeas, no en las academias. Hoy, Putin ha elegido: su «mundo ruso» es orientalismo en estado puro, una fortaleza que no negocia con Bruselas ni se arrodilla ante Washington. Pero hay un pero: su economía depende de tecnología occidental, y sus oligarcas sueñan con poder volver a disfrutar de sus yates en Mónaco. Es un orientalista con un pie forzado en el pragmatismo occidentalizador, y esa dualidad lo predecible en su peligro.
Ucrania: No solo un mapa, sino un espejo
Para Putin, Ucrania no es un vecino más. Es el Rus de Kyiv, la cuna mítica de la Rusia histórica, un hermano eslavo que no debe ser peón de la OTAN. Es la Covadonga rusa, el Mayflower americano y el Alamo de su orgullo. La revolución de Maidan de 2014, con Kyiv mirando a la UE, fue un golpe a toda Rusia y un golpe personal al enano de la KGB: una traición al legado compartido, un robo del alma rusa. No es solo geopolítica; es una guerra identitaria. Putin se ve como el último muro contra un Occidente que, desde Napoleón hasta Hitler y ahora con la OTAN, ha querido encadenarlo. Su grito es eslavófilo: Rusia no se rinde, no se occidentaliza, no se humilla.
Pero la fortaleza cruje. Las sanciones lo asfixian, China lo sostiene solo a medias, él sabe que su alianza con Beijing, Teherán y PyongYang no es sostenible económicamente a largo plazo, y no olvidemos que los oligarcas añoran sus días de champán. Putin sabe que Xi Jinping juega a ser el hermano mayor de una pandilla que no puede pagar la cuenta. Putin no es un loco; es un ajedrecista con dos tableros: uno de sangre y mística orientalista, otro de gas y pragmatismo occidentalizador. Resolver Ucrania exige descifrar esta dualidad. Los sermones liberales europeos sobre democracia y derechos humanos rebotan en su muro eslavófilo. Desoír sus quejas históricas—mito o no—es echar leña al fuego. Para resolver la encrucijada, occidente necesita un bisturí, no un altavoz.
¿Paz o rendición? Las opciones sobre la mesa
¿Cómo apagar esta hoguera? Putin no cederá todo: irse sin trofeo sería dinamitar su mito, un regalo a halcones más rabiosos que él. Un acuerdo—frente congelado, Ucrania neutral, derechos para el Donbas—debe darle una victoria vendible en casa. Un Putin humillado es un Putin acorralado, capaz de pulsar botones rojos antes que rendirse. Pero cederle algo—Crimea, influencia en el este—abre una caja de Pandora: ¿Georgia después? ¿Moldavia? ¿Sombras en los bálticos?

Xi Jinping y Vladimir Putin en la cumbre de los Brics en Kazan, Rusia
La historia nos susurra: tras Crimea en 2014, vino el Donbas. Putin registró la falta de respuesta de occidente ante su invasión de Crimea y su guerra sin banderas en el oriente ucraniano. Las concesiones blandas son gasolina para el orientalismo imperial de Putin. Una paz sin dientes no es paz; es un intermedio. La solución requiere malabarismo: darle lo justo para que baje el fusil, pero atarlo con cadenas. ¿Cómo? Líneas rojas que muerdan: más agresión, más sanciones automáticas, más misiles en Kyiv y Tbilisi. Un apretón económico real—no más gas ruso, estantes vacíos en Moscú. Monitoreo de la UE que lo vigile con soldados en el frente. Y un golpe sutil: amplificar a los disidentes rusos que quieren un país normal, no un imperio medieval. Esto es una maratón, no un sprint.
Trump entra en escena: ¿Genio o tahúr?
Aquí aparece Trump, rey del titular y el «deal», jurando que va a lograr la «paz en un día» mientras sacude los cheques yanquis a Ucrania. Su plan, filtrado por Reuters y voceado por Keith Kellogg, es transaccional: Crimea y Donbas para Rusia, Ucrania fuera de la OTAN, zona desmilitarizada y 100 días para firmar o sufrir. ¿Capitulación? No tan rápido. Es un guiño al Putin orientalista—toma tu medalla, presume—, pero con colmillos: sanciones duras, petróleo americano barato para secar sus arcas, y más armas a Kyiv si Moscú dice no.
Trump no resuelve la fractura rusa; la usa. Sabe que Putin odia al Occidente pero necesita sus mercados, y apuesta a que el hambre de estabilidad le doblegue. El riesgo es obvio: ceder terreno podría desatar al zar. ¿Georgia en 2026? ¿Moldavia en 2027? Creo que Trump lo intuye, y su jugada es simple y provocadora: que Europa pague el rearme. Menos botas yanquis, más tanques polacos y misiles finlandeses. «Que se pongan las pilas», gruñe Mike Waltz, mientras Trump mira al Pacífico, donde China acecha. Mientras Xi aprieta en Taiwán y hostiga a Manila en el Mar del Sur, Trump deja a Europa el marrón ruso para mirar al Pacífico. Taiwán es, en cierto modo, el Donbas de Xi: un espejo donde Putin le pasa la antorcha del desafío al orden occidental. En el fondo de la estrategia de Trump esta un profundo desprecio a la Europa actual. Una Europa que, para Trump, ha vivido de rentas yankis demasiado tiempo. Gustará más o menos, pero es la realidad que nos hemos ganado a pulso durante las ultimas décadas.
Europa, el gigante dormido ante un dilema brutal
Aquí se juega todo. Sin una Europa armada hasta los dientes, el castillo de Trump se derrumba. Putin no teme palabras; teme cañones. Si Alemania sigue cojeando con su «Zeitenwende»—aumentos tibios, promesas lentas—y Francia juega a la grandeur solitaria, Rusia se lamerá las heridas de Ucrania y mirará más allá. Polonia y Finlandia lo saben y corren, duplicando su gasto militar en pocos meses (Politico, febrero 2025), pero solas son mosquitos contra un oso. Mientras Varsovia y Helsinki corren a armarse, Berlín y París discuten si el café de la cumbre estaba frío. Trump no le da opción a la UE: o se rearman, o el Kremlin les va a respirar en la nuca. Es un ultimátum americano sin anestesia: paguen por frenar al Putin orientalista, porque EE.UU. tiene a China en la mira. Así entiende Trump las alianzas. Salimos de copas, pero cada cual se paga lo suyo. La UE, con sus 27 voces y ninguna batuta, no decide si dispara o abraza al oso ruso. La historia grita que sin cañones no hay paz, pero Europa prefiere leer el manual de Bruselas. No tanto porque le guste, sino mas bien por que no sabe como enfrentarse a su dilema.
El dilema europeo es un nudo gordiano. El rearme masivo—3-4% del PIB en defensa, tanques en Lituania, misiles en Estonia, una OTAN con colmillos—podría encadenar a Putin. Con las concesiones de Trump, lo dejaría en una jaula: suficiente orgullo para pausar, pero sin oxígeno para rugir. Polonia lo exige; los bálticos lo suplican. Pero los gigantes titubean. Alemania, con su pacifismo arraigado y su economía temblorosa, teme el costo: ¿20.000 millones más al año para el Bundeswehr mientras están cerrando las fábricas de coches por nuestra locura ambientalista? Francia, celosa de su autonomía, prefiere su Force de Frappe a una OTAN unida. El sur—Italia, España—mira de reojo, atrapado entre presupuestos raquíticos y la tentación de dejar que otros carguen el muerto. En el caso de nuestro querido autócrata Sanchez, incluso ve una oportunidad de hacerse el gallito apoyando de boquilla a Zelensky, sabedor de que la factura no la va a pagar el. Mientras Sánchez posa, Varsovia ya tiene los misiles listos; el lujo de la retórica es para los que no ven la frontera rusa. Los únicos que parecen haber entendido la jugada son los británicos.
Y luego, la gran pregunta: ¿de dónde sale el dinero? El rearme choca de frente con la largesse tradicional de la UE. Pensiones generosas, sanidad universal, subsidios agrícolas—el ADN social de Europa—se tambalean ante la necesidad imperante de tanques y drones. Alemania, con un déficit fiscal bajo lupa, debe elegir: ¿recortar gastos medioambientales y reactivar una política energética independiente de Rusia o seguir mendigando paz? España e Italia, con deudas cercanas al 120% del PIB, apenas respiran entre intereses y promesas electorales imposibles de conciliar con una defensa real. Subir el gasto militar al 3% o 4%—como Trump exige tácitamente—no es un ajuste; es una revolución que obliga a sacrificar el estado del bienestar o hundirse en déficits que Bruselas ha jurado domar. La UE, adicta al gasto público, se enfrenta a un espejo cruel: seguridad o solidaridad, cañones o mantequilla.

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y el presidente de Francia, Emmanuel Macron
Según se vió después de la reunión de Paris, claramente no hay consenso. En la cumbre de París de febrero 2025, los líderes de la UE chocaron como gatos en un saco: unos pedían misiles, otros paz, y nadie encontró la cartera. Mientras Polonia clama por misiles, los Verdes alemanes lloran por el planeta y los sindicatos franceses paralizan París ante cualquier tijeretazo. El tiempo apremia: rearmarse son años de fábricas, entrenamientos, cohesión. Si Putin huele debilidad en 2026—una provocación en Georgia mientras Europa discute—, el plan de Trump será un chiste cruel. Y la factura la pagarán los europeos, mientras Trump se jacta de «América primero» y pivota hacia Taiwán. Es un gambito brutal: usar el miedo al oso ruso para forzar a Europa a despertar, pero si no encuentra los euros—or the guts—, el próximo bocado del Kremlin será inevitable.
El veredicto pendiente
Rusia sigue partida, y el mundo sigue pagando. Putin, con un pie en su mito orientalista y otro en la necesidad occidentalizadora, no se detiene por buenas intenciones. Trump, caos o cálculo, lanza los dados: paz rápida, Europa al frente, EE.UU. libre. Pero sin un continente que saque colmillos y fondos, esto no es una solución; es una bomba de tiempo. Europa, ¿despertarás con cañones o te resignarás a ser el patio trasero del Kremlin? El reloj corre, y Putin no espera. Mientras el oso afila sus garras, Europa decide si empuña el rifle o sigue mirando al suelo.