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Todos los canguros de Australia y la guerra en Gaza

Nuestro Gobierno ha renunciado a toda posibilidad de influir en Tel Aviv a cambio de un intercambio de insultos —yo te llamo genocida, tú me llamas corrupto— que convierte a España en parte del problema, y no de la solución.

Israel

La ofensiva en Gaza también ha dividido a la sociedad israelíEFE

Hace muchos años —tantos que ni siquiera recuerdo exactamente cuántos— leí un artículo de Alfonso Ussía que se me quedó grabado en la memoria. Uno de sus divertidos personajes, un inglés particularmente snob, se deshacía en alabanzas de Australia, de sus paisajes, de su flora y su fauna y, en particular, de sus increíbles canguros. ¿Cómo no enternecerse al ver a sus pequeñas crías observando el mundo desde las bolsas de sus madres? Sin embargo, en las últimas líneas del artículo, el hombre confesaba que lo que él de verdad admiraba, y por lo que sacrificaría gustoso todos los canguros de Australia, era el trasero —Ussía no empleaba esta palabra, pero hay cosas que solo los maestros pueden permitirse sin que el texto resulte chabacano— de cierta señorita, al que comparaba con una perfecta manzana creada por la madre naturaleza.

Y esto ¿a cuento de qué? Disculpe el lector la asociación de ideas, pero no puedo evitar recordar los canguros de Australia cuando nuestro Gobierno habla del genocidio en Gaza. Tengo la impresión de que hay en él quienes sacrificarían gustosos cualquier posibilidad de que llegue la paz a la Franja a cambio de mantener sus asientos en el banco azul.

Esta es, lo reconozco, una acusación demasiado dura para hacerla sin pruebas. Después de todo ¿cómo juzgar lo que está en la mente de las personas? Sin embargo, lo mismo ocurre con la acusación de genocidio, un delito que, por definición, exige intención específica además de hechos criminales concretos. Si nuestro Gobierno, que tiene la obligación de actuar con responsabilidad, se permite valorar las intenciones del primer ministro israelí a partir de los excesos que —de esto no tengo ninguna duda— se cometen en Gaza, ¿por qué no puedo hacerlo yo, que no tengo ninguna posibilidad de influir más que en la opinión de unos pocos lectores de El Debate?

A falta de pruebas fehacientes, ¿cuáles son los indicios de que nuestro Gobierno antepone un puñado de votos a la obligación de «colaborar en el fortalecimiento de unas relaciones pacíficas y de eficaz cooperación entre todos los pueblos de la Tierra» que impone el preámbulo de nuestra Constitución?

En primer lugar, hay una clara incongruencia entre lo que el Gobierno dice —que quiere poner fin a la guerra— y lo que hace… o, más bien, lo que deja de hacer: sin presionar a Hamás para que entregue a los rehenes, ¿cómo puede nuestro presidente convencer a Israel de que dé la guerra por perdida? ¿Amenazándole con nuestra retirada de Eurovisión?

Un grupo de personas en la franja de Gaza

Un grupo de personas en la franja de GazaAFP

Un segundo indicio que apuntala la acusación de electoralismo está en la actitud. Todo el mundo sabe que quien quiere poner paz en una pelea debe hacer un esfuerzo para presentarse como un árbitro razonablemente objetivo. Nuestro Gobierno ha renunciado a toda posibilidad de influir en Tel Aviv a cambio de un intercambio de insultos —yo te llamo genocida, tú me llamas corrupto— que convierte a España en parte del problema, y no de la solución.

Más evidente aún es el esfuerzo del Gobierno y sus medios afines por establecer una línea ética que separe a los buenos —quienes denuncian el genocidio en Gaza— de los malvados que evitan la palabra mágica de la nueva religión. Una línea que dejaría en el bando de los buenos a Cuba, Nicaragua, Irán y Hamás, y en el de los malos al Secretario General de la ONU, a S.M. el Rey, al Tribunal Penal Internacional, a la Corte Internacional de Justicia, a los líderes de las grandes democracias europeas y —me atrevo a deducir que de esto es precisamente de lo que se trata— al primer partido de la oposición. Una línea que aleja a España de sus socios, que divide a Europa y le resta fuerza a su diplomacia, que da ventaja a los verdaderos malvados —Hamás y Netanyahu— pero que quizá consiga distraer a los votantes españoles de las muchas cosas que, en estos difíciles días, es mejor ocultar.

Acusa el Gobierno a nuestros aliados —y, sobre todo, a la oposición— de dobles raseros. ¿Por qué condenar a Rusia y no a Israel? No vivimos, es verdad, en un mundo de buenos y malos, pero ¿cuándo y dónde asaltaron los ucranianos la frontera rusa para arrasar con todos los civiles que encontraron a su paso? ¿Dónde están los rehenes secuestrados por el régimen de Kiev? Si de dobles raseros se trata, yo los buscaría más en una izquierda muda ante la invasión no provocada de Ucrania y chillona ante la de la Gaza, con la que cada día es más difícil estar de acuerdo en los medios pero que nadie puede decir que se aleja de los criterios que justifican la legítima defensa.

Es cierto que el Gobierno de España —aunque no algunos de sus socios— siempre ha apoyado responsablemente al de Kiev. Sin embargo, también puede considerarse un doble rasero la «valiente» decisión de retirarse de Eurovisión, que pocos españoles lamentarán; o la frívola desconexión de nuestra industria de defensa de la tecnología israelí, que debilita nuestras Fuerzas Armadas y que, desde mi perspectiva personal, justifica la modesta incursión en política que supone este artículo… mientras no renunciamos al próximo mundial de fútbol. Hacerlo, siendo la primera selección en el ranking mundial, seguro que traería cola… pero no daría votos.

Con todo, el mejor indicio de los intereses que están en juego nos lo ha dado estos días uno de los socios del Gobierno, Antonio Maíllo. El coordinador general de IU no ha podido ser más claro: «el genocidio va a determinar el futuro de la legislatura». Lo dicho: no son los canguros de Australia los que están en juego, sino los asientos en el banco azul.

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