El presidente Boric y el narcisismo político
Los dirigentes de hoy, al calor de la popularidad digital, transforman la jefatura de Estado en una prolongación de su yo
El presidente Gabriel Boric en la Asamblea General de la ONU en Nueva York
La política moderna conoce un vicio recurrente: el narcisismo. Christopher Lasch, en La cultura del narcisismo (1979), describió cómo la sociedad contemporánea fue moldeando una subjetividad frágil, dependiente de la validación externa, incapaz de distinguir entre lo íntimo y lo público. En esa cultura, el líder político se convierte en espejo de sí mismo. Más que gobernar, actúa para ser visto.
No se trata de un defecto exclusivamente personal. Ortega y Gasset, en La rebelión de las masas (1930), advirtió que el hombre-masa confunde la vida pública con un escenario donde desahoga sus emociones inmediatas. Hoy esa tendencia se traduce en dirigentes que, al calor de la popularidad digital, transforman la jefatura de Estado en una prolongación de su yo.
En un interesante artículo publicado en The Conversation (2021), Gabriel Rubio y Francisco López trazaron un 'retrato robot' del líder narcisista:
Prometen soluciones rápidas y sencillas que benefician a todos (o que perjudican a un sector de la sociedad sobre el que se lanzan acusaciones de egoísmo).
-Prometen beneficios para el país a costa de ir contra otros países.
-No tienen respeto por el adversario político.
-No hay empatía por el adversario, ni por la ciudadanía.
-Perseveran en los errores (explicando que lo hacen por convicción de obtener éxito). Responden de forma agresiva y despiadada a las críticas (especialmente de los medios de comunicación).
-Intentan convencer a los ciudadanos que ello/as son la única y real alternativa.
-Intentan polarizar la política, lo que les permite ningunear al adversario y presumir de sus «planteamientos».
-Exhiben escasos o nulos principios éticos.
Años antes, Fanny Elman había advertido en su artículo Narcisismo y poder político (Claves de la Razón Práctica, 1995) que el líder narcisista no gobierna tanto como pontifica. Se presenta como guía espiritual, reparte lecciones de moral y despliega indignaciones selectivas, como si cada decisión política fuera un examen de pureza ética. No es difícil advertir estos rasgos en el presidente Gabriel Boric.
Basta recordar algunos episodios recientes:
- Su última cuenta pública se convirtió en tribuna electoral para atacar al candidato opositor, José Antonio Kast, quien, según los analistas de la plaza, se perfila como el más probable presidente de la República. Un jefe de Estado debería hablar a la nación; él prefirió colocarse en el podio de agitador, confundiendo la majestad republicana con la tarima partidaria.
- En la campaña por la constitución plurinacional, feminista, ecologista y decolonial, del año 2022, abandonó la neutralidad del cargo y se transformó en jefe de campaña, exacerbando la división ciudadana.
- En su discurso ante la Asamblea General de la ONU, con un público mínimo, arremetió contra los presidentes de Israel y de Estados Unidos. No era la voz de Chile, sino la voz de un joven airado que necesitaba exhibirse como profeta de causas globales.
Estos gestos coinciden con lo que Ashley y Watts han llamado el «moralismo narcisista»: la mezcla de arrebato emocional e indignación impostada que sustituye al cálculo prudencial y al respeto por las tradiciones republicanas. El líder se concibe como encarnación de la justicia, aunque carezca de la templanza necesaria para configurar acuerdos.
El problema de fondo es que el narcisismo político erosiona la institución presidencial. Allí donde se requiere sobriedad, aparece la teatralidad; donde se exige prudencia, emerge la diatriba; donde corresponde unir, se prefiere dividir. Como señalaba Lasch, el narcisista busca constantemente un espejo en el cual confirmar su grandeza. Pero en política ese espejo es la nación entera, que termina reducida a escenario de una interminable representación.
La figura presidencial en Chile, cuidada con celo por mandatarios de distintas tendencias, no es propiedad de quien ocupa La Moneda, sino patrimonio republicano. El presidente que la convierte en púlpito personal no solo compromete su imagen: compromete la seriedad de dicha institución.
La política no necesita guías espirituales con ropaje de jefes de Estado, sino gobernantes conscientes de que el poder es servicio y que la república no tolera el culto a la personalidad.