Las murallas de Constantinopla y el futuro de Europa
Los europeos no estamos en condiciones de navegar en solitario por las turbulentas aguas de este siglo… pero quizá sí podamos hacerlo de la mano de los EE.UU. Sigue siendo, pues, necesario el vínculo trasatlántico
El jefe de la OTAN Mark Rutte y el presidente de EE.UU. Donald Trump en la Casa Blanca
Yo no sé qué asignaturas incluye el currículum de los modernos príncipes de la política europea, pero sospecho que la educación de la mayoría de ellos se parece poco a lo que recomendaba Maquiavelo en El Príncipe.
Puede que algunos de nuestros líderes hayan hojeado a Sun Tzu, que tiene la rara virtud de la brevedad, pero estoy convencido de que ni Clausewitz ni el propio Maquiavelo han formado nunca parte de sus lecturas. No entienden de estrategia, que ellos sustituyen por las encuestas de opinión, y reinventan la historia para ajustarla a sus necesidades. Quizá esa forma de actuar sea la que explique que quienes tienen la responsabilidad de elegir nuestro camino se dejen sorprender una y otra vez por la guerra y, lo que es peor, por el futuro.
Por boca de don Quijote, Miguel de Cervantes —un personaje ahora de moda por razones que nada tienen que ver con su grandeza— nos recordó a los españoles que la historia es nuestra mejor maestra, «testigo del pasado, ejemplo y aviso del presente, advertencia de lo por venir». Tenía mucha razón. Aunque ahora tengamos ordenadores y satélites artificiales, la historia se repite; quizá no en sus detalles, pero sí en sus ciclos. Detrás de las vistosas pantallas que nos llenan el día, es fácil olvidar que el barro del que estamos hechos los seres humanos no ha tenido tiempo de secarse del todo.
Casi todo lo que ocurre hoy tiene precedentes en el pasado que nos pueden servir para evitar tropezar en la misma piedra en la que lo hicieron nuestros predecesores… y, disculpe el lector la evocación a Monty Python, los predecesores de nuestros predecesores. Los estudios de Jane Goodall —la primatóloga recientemente fallecida— sobre la guerra civil genocida librada por una tribu de chimpancés en la selva de Gombe sugieren que ese pasado se remonta a tiempos en los que nuestros antepasados todavía estaban aprendiendo a ser humanos.
Es bueno, pues, mirar hacia atrás. Y mirando hacia atrás, es difícil no percibir ciertas similitudes entre la Europa de hoy, replegada en sí misma después de haber dominado el mundo, y el Imperio Bizantino. Separado de Roma cuando agonizaba la Edad Antigua —mal presagio, por cierto, para los tiempos que vivimos— el imperio que tenía su capital en Constantinopla se expandió por el Mediterráneo hasta la península Ibérica en el siglo VI. Desde entonces empezó a ceder terreno bajo la presión de los persas y los árabes; pero a finales del siglo XII, Constantinopla, protegida por sus formidables murallas, todavía era la ciudad más grande y rica de Europa.
A partir de la caída de los estados cristianos creados en Oriente por las primeras cruzadas —que, de la misma forma que Ucrania protege hoy a la Unión Europea, servían de barrera para resguardar las fronteras más amenazadas— los bizantinos fueron perdiendo territorios en beneficio del naciente Imperio Otomano hasta que solo quedaron las murallas para defender su capital. Me aclara las cosas un historiador amigo: «Su imperio deja de ser viable, aunque no se le pueda echar a ellos la mayor parte de la culpa. No es inoperante ni ineficaz, es pequeño.» Un problema ese del tamaño que tampoco puede resolver sola la Europa de hoy.
En cualquier caso, las murallas de Constantinopla, que parecían inexpugnables, no sirvieron para salvarla… como tampoco servirán para salvar a Europa por sí solos los muros de drones, los escudos antimisiles o las brigadas desplegadas en las fronteras orientales de la Alianza Atlántica.
Las lecciones de la historia
Sin pretender juzgar a nadie, la historia de Constantinopla debería prevenirnos contra un doble error que resultó letal. El primero es de carácter táctico. En la eterna carrera entre la coraza y el proyectil, que tiene su réplica en la que se produce entre las fortificaciones y las máquinas de asalto, nunca está dicha la última palabra. El ingenio humano siempre se las arregla para encontrar soluciones a sus problemas tecnológicos, y el cañón destruyó las murallas de Constantinopla como los futuros misiles hipersónicos podrán arrasar las más sofisticadas defensas antiaéreas hoy disponibles hasta que inventemos algo que las mejore radicalmente… y vuelta a empezar.
Todavía más grave es el segundo error, el estratégico. Dejar la iniciativa al enemigo exterior, permitir que sea él quien poco a poco cambie el mundo que nos rodea mientras nos refugiamos tras nuestras murallas, resignarnos ante nuestra propia inanidad puede sellar nuestro destino con la misma facilidad con la que lo hizo con el Imperio Romano de Oriente.
Europa, por desgracia, parece no haber aprendido esta lección. Cometemos el mismo error táctico que los bizantinos, pero agravado porque las murallas, en el momento histórico que vivimos, tienen perdida la batalla frente al moderno cañón. Nuestros líderes nos prometen un muro de drones y un escudo antimisiles como si la tecnología hiciera posible construir hoy una defensa impenetrable frente a la saturación provocada por innumerables artefactos que solo tienen en común su bajo precio; o frente a la maniobra a gran velocidad de unos misiles hipersónicos que tardarán en entrar en servicio mucho menos tiempo que las armas que puedan derribarlos.
Cometemos, también, el mismo error estratégico que hizo inevitable la caída de Bizancio: el de quedarnos en casa y ceder la iniciativa a nuestros enemigos. Un error agravado porque las murallas de hoy no nos defienden de la desinformación ni de la guerra híbrida, un campo de juego en el que muchos de los valores que queremos proteger contribuyen a atarnos las manos y a dar ventaja a un enemigo sin más ética que la de la fuerza.
El vínculo trasatlántico
No podemos defender Europa sin salir al mundo, sin influir de una u otra manera en lo que ocurre a nuestro alrededor. No podemos ceder a nuestros enemigos el Ártico o el mar de China, Oriente Medio o el Sahel, Ucrania y lo que venga después… y esperar que la marea no nos salpique.
Por desgracia, después de siete décadas de desarme moral y material, los europeos no estamos en condiciones de navegar en solitario por las turbulentas aguas de este siglo… pero quizá sí podamos hacerlo de la mano de los EE.UU. Sigue siendo, pues, necesario el vínculo trasatlántico. Recordando la suerte de Constantinopla, no deberíamos ceder a la tentación disgregadora que llevó a los romanos a dividir en dos su gran imperio… por poco que nos guste a los europeos el líder que los norteamericanos han elegido, por poco que les gusten a ellos los que escogemos nosotros.
A uno y otro lado del Atlántico, a muchos ciudadanos nos preocupa el mundo que vamos a dejar a nuestros hijos. Víctimas del miedo —a Putin y a Xi, al arma nuclear y al terrorismo— la tentación de construir murallas para escondernos detrás de ellas se vuelve irresistible. Sin embargo, la historia nos demuestra que ninguna muralla nos va a salvar. Lo que de verdad necesitamos es salir ahí fuera, derrotar entre todos al aislacionismo que contribuyó a provocar dos guerras mundiales, enfrentarnos juntos a la peregrina creencia de que resistiremos mejor al temporal en los pequeños botes salvavidas que forma cada nación que en el barco en el que Occidente se ha mantenido a flote en las siete décadas anteriores. Y solo tenemos una herramienta para conseguir esa victoria: nuestra opinión.
Gracias a El Debate por invitarme a expresar la mía y al amable lector por interesarse por ella.