¿Es la guerra híbrida una leyenda urbana?
El Ejército ruso se ha olvidado de todos y cada uno de los principios de la guerra con relativa frecuencia, y así les va. Sin embargo, la campaña del Kremlin en el nivel estratégico es bastante coherente… y así nos va
Guerra híbrida en composición de David Díaz/IA
Con creciente frecuencia, escuchamos voces de líderes europeos que tratan de concienciarnos de que estamos en guerra. Guerra híbrida, claro, y ese adjetivo —como el de «sostenible» en una infinidad de cosas que no lo son— parece funcionar como el terrón de azúcar con el que Mary Poppins endulzaba las medicinas para hacérselas agradables a los niños de la familia Banks.
Pero, ¿qué es la guerra híbrida? Más allá de las muchas definiciones que pueda encontrar el lector de este fenómeno, que en absoluto es nuevo —siempre se ha dicho que en la guerra vale todo— Clausewitz nos da la clave para entenderla: toda guerra es la continuación de la política por otros medios. Putin no envía sus drones a incordiar a los europeos porque le caigamos mal o nos tenga manía, sino porque quiere imponernos condiciones que nunca aceptaríamos por las buenas.
Dejemos, pues, de ver la guerra híbrida como una leyenda urbana, un capricho malvado del dictador o, aún peor, como una invención de la presidenta de la Comisión para asustar a los pueblos de Europa y facilitar su sumisión. Si nos quitamos las anteojeras, lo que tenemos delante está bastante claro: bombardeos de las ciudades de Ucrania, amenazas de guerra nuclear, desinformación, ciberataques, sabotajes, sobornos, interferencias electorales, algún que otro asesinato aislado, apoyo a movimientos radicales, violaciones del espacio aéreo y, por supuesto, drones. Drones, por cierto, cuya procedencia Rusia no se molesta demasiado en ocultar. Así explica el ínclito Medvedev la campaña contra los aeropuertos de estas últimas semanas: «Lo importante es que los europeos de mente estrecha experimenten en carne propia los peligros de la guerra, para que teman y tiemblen, como animales inertes en una manada llevados al matadero».
Las reglas de la guerra
Centrémonos ahora en lo que debiera importarnos. La guerra, híbrida o no —todas las guerras son un poco híbridas— tiene sus reglas. Si queremos vencer necesitamos un líder, un objetivo político bien definido y una estrategia. Por debajo de ese marco fundamental, es preciso aportar unos recursos y crear un gabinete de guerra que los administre según un plan de campaña que se ajuste a la doctrina militar y que sepa identificar donde se encuentra el que Clausewitz llamó centro de gravedad del enemigo.
En el caso de Rusia, el líder es Putin. El objetivo inmediato, al principio negado pero ya puesto claramente sobre la mesa, es la conquista de territorio en las fronteras de la UE. La estrategia es híbrida: presión militar en el frente ucraniano; terror y frío en las ciudades de la retaguardia; y, de cara al exterior, el palo y la zanahoria, aunque nunca distribuidos de forma equitativa. Las zanahorias económicas y políticas son para Trump, estúpidamente vulnerable al halago, y los palos son para la débil Europa.
Los recursos que Putin destina a la guerra son todos los del Estado y el gabinete que dirige y coordina todas y cada una de las acciones híbridas en Europa es leal a su líder y suficientemente competente para haberse dado cuenta de que el centro de gravedad de toda la campaña es, sin la menor duda, la opinión pública: ese rebaño de animales cobardes que desprecia Medvedev.
Híbridas o no, todas las operaciones militares deben ajustarse a unos principios doctrinales que el tiempo ha conseguido decantar. Las formulaciones son muchas —cada nación tiene su propio listado— pero el contenido es muy similar en todas ellas. Las claves del éxito, casi todas adelantadas por Sun Tzu hace 2.500 años, están en la iniciativa, la sorpresa, el engaño, la simplicidad, el mando único, la concentración del esfuerzo y el mantenimiento del objetivo. El Ejército ruso se ha olvidado de todos y cada uno de los principios de la guerra con relativa frecuencia, y así les va. Sin embargo, la campaña del Kremlin en el nivel estratégico es bastante coherente… y así nos va.
La respuesta de Europa
Frente a la coherencia estratégica de Putin, la respuesta de Europa, voluntariosa porque muchos de nuestros líderes se dan cuenta de lo que está en juego, se queda muy corta. No hay un mando único ni un gabinete de guerra. No hay una estrategia clara ni parecemos haber analizado los centros de gravedad propios y del enemigo. Así, poco puede extrañarnos que sea el dictador quien tiene la iniciativa —si acaso, compartida con Donald Trump—, que tengamos que discutir en público lo que vamos a hacer en cada caso y que, si alguna vez engañamos a alguien, sea a nosotros mismos.
Hace solo un mes, la presidenta de la Comisión Europea reconoció dónde estaba el problema. «No basta reaccionar, es preciso disuadir», declaró con firmeza y convicción ante el Parlamento, y tenía toda la razón. Pero el resto de su discurso ni siquiera se acercaba al listón que ella misma se había fijado. Ninguna de las tres soluciones que defendió aquel día —la muralla de drones, la adquisición conjunta de capacidades críticas y la potenciación de la industria de defensa— se aproxima a lo que se necesita para disuadir a Putin.
Piense el lector en la muralla de drones, el mejor botón de muestra de una estrategia equivocada. Nos vamos a gastar muchos miles de millones de euros para poder derribarlos con un coste menor. Puede que lo consigamos. Si es así, que sepa el dictador que, si interrumpe las operaciones del aeropuerto de Barajas durante algunas horas, se arriesga a quedarse sin su dron. Si no fuera trágico, daría la risa. ¿Es que alguien cree que al dictador le importa perder un dron, un misil o un soldado? De las tres cosas tiene en abundancia y las tres están muy lejos de su propio centro de gravedad: el lento paso de sus tropas en Ucrania, que daña su prestigio como líder y, poco a poco, desangra demográfica y económicamente a la Federación.
En nuestra debilidad está la esperanza de Putin de conseguir una victoria rápida, y eso no lo cambian los 800.000 millones de euros que Von der Leyen se jacta de haber puesto sobre la mesa. Si no sabemos qué hacer con ellos, servirán de muy poco. Sí, podrían resolver los problemas de stock de las fuerzas armadas de muchos países europeos; pero la guerra tiene reglas diferentes de las del mercado y, aunque quizá consigamos tener los almacenes llenos, no podemos vencer si las olvidamos.