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21 de mayo de 2024

Jerry Lee Lewis, durante un concierto

Jerry Lee Lewis, durante un conciertoAFP

Jerry Lee Lewis (1935-2022)

El piano en llamas

El sublime destructor de teclados e ídolo del primigenio rock salvaje hizo de su biografía una «gran bola de fuego»

El pianista Jerry Lee Lewis durante un concierto en Memphis
Nació el 29 de septiembre de 1935 en Ferriday, Luisiana y ha fallecido el 28 de octubre de 2022 en Condado de DeSoto, Mississippi

Jerry Lee Lewis

The Killer

Fue un cantante, compositor y pianista norteamericano considerado como uno de los más influyentes de Estados Unidos. Por su puesta en escena se le apodó «The Killer», El Asesino. Se vio envuelto en múltiples escándalos de violencia y sexuales. Se casó ocho veces.

Aquel verano del 93 Galicia también ardía pero esta vez los pirómanos eran bendecidos. Algún político raramente iluminado tuvo la única feliz idea en su vida al convertir el césped sagrado de Riazor, donde por esos días aún se vivían sueños ya inalcanzables de sambas ejecutadas al son de un tal Bebeto, en improvisada discoteca para recibir a algunos de los últimos ídolos trashumantes de la última era dorada de la música americana.
Leyendas de otros tiempos mejores para los sonidos como Neil Young, Chuck Berry, Wilson Pickett, Dylan o Eric Burdon se juntaron durante tres días en el improvisado escenario coruñés para incredulidad de un público que se frotaba los ojos ante tal despliegue de luminarias, algo inédito y jamás repetido para un público gallego más acostumbrado a catar los menos interesantes despojos de Boney M. o Demis Roussos, con su túnica ya ajada aún al servicio del «Triki-Triki», solamente en sus espectrales comparecencias a través del programa más popular de la cadena autonómica.
Y de repente, en la postrera jornada, de entre los soplidos del Nordés surgió uno de los invitados con más morbo por su accidentada biografía, un infinito catálogo de perversiones que dejan en pueriles ocurrencias las de los salvajes mitos del espectáculo, junto al prodigio de sus flamígeras interpretaciones de temas propios y ajenos, un abigarrado cóctel explosivo nutrido de la historia de la música de su país, desde el gospel al country pasando por el blues y el rock, expuesto con ese toque inimitable de insania y rabia con el que escupía sus letras mientras el piano resultaba sometido como una amante a punto de alcanzar el más bárbaro de los clímax.
Allí estaba en cuerpo, maltrecho pero aún erguido, y alma, torturada y febril, Jerry Lee Lewis, para muchos de aquellos adolescentes el señor que, según la película estrenada poco antes con un portentoso Dennis Quaid y la lánguida Winona Ryder, había logrado llevar hasta al altar a su prima de trece años, mientras teclados en pleno frenesí ardían a su alrededor. El sicalíptico artífice del enloquecido Greats Balls of fire, con su intacto tupé dorado, se atuvo fielmente a su fama.
Durante la breve actuación su mirada se fijó desafiante sobre el cuerpo de un cámara que serpenteaba demasiado cerca de sus piernas, hasta recibir un rudo puntapié. Allí acabó todo. Una facción del público, aquella que solo supo apreciar el mal gesto de un viejo iracundo, comenzó a silbarle. «Que os den»… Tal como había aparecido en el lugar, entre brumas, cual héroe solitario de una película de Clint Eastwood, abandonó precipitadamente la escena dejándonos al resto de su hechizado público con las ganas de ver, por una vez, un Yamaha en llamas.
Dicen ahora que aquel señor, que aún resistió hasta los 87 años a pesar de haberse metido de todo, sobrevivido a ocho matrimonios (dos de sus mujeres no lo lograron, hicieron mutis antes de procurarse un divorcio) y a accidentes como aquella vez que en pleno delirio etílico empotró su bólido contra la morada de su rival, Elvis Presley, acaba de despedirse para siempre.
No es cierto, los genuinos rockeros de su estirpe nunca se marchan. Y menos él, que ha legado un buen puñado de actuaciones en forma de temas grabados, a cuyo vertiginoso ritmo es imposible sustraer el movimiento de la más atrofiada de las pelvis, para plantarse retador ante las mismas las puertas del averno. «Aquí el fuego ya lo traigo puesto yo», le habrá espetado con su torva mirada al luciferino cancerbero.
Para conocer los detalles novelados de esa biografía que comenzó a forjarse un 29 de septiembre de 1935 en una suerte de choza del profundo sur estadounidense (Ferriday, Lousiana), nada como recuperar el filme de Jim MacBride, que tiene su miga. Y si alguien desea sacudir el esqueleto en su memoria, pero de verdad («Whole Lot of Shakin»), que acuda sin más dilación a Spotify o alguna de las plataformas que ofrecen su humeante catálogo para saciar las ansias. Pocos han sabido maltratar el teclado de un piano con resultados tan exuberantes.
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