Fundado en 1910
Enrique Rojas Guillén

Enrique Rojas GuillénEl Debate

Enrique Rojas (1944-2025)

El forjador de orquestas españolas

Su empeño constante por lograr que España se equiparara a los grandes centros europeos y norteamericanos de producción musical, no solo en Madrid y Barcelona, sino también en la denominada periferia, resultaba insobornable

Enrique Rojas Guillén
Nació en Santa Cruz de Tenerife, 26 de octubre de 1944 y murió el 18 de diciembre de 2025

Enrique Liberto Rojas Guillén

Responsable de orquesta

Falleció en su tierra canaria, aunque llevaba ya algún tiempo alejado del país, desde que había decidido fijar su residencia en Rumanía. Fue 'el padre fundador' de tres de las más importantes orquestas sinfónicas españolas y uno de los grandes dinamizadores de la vida musical española de las últimas cuatro décadas.

Si a algún musicólogo le da algún día por escribir con algo de amenidad y rigor sobre los padres fundadores de las orquestas sinfónicas en España, el capítulo más destacado debería ocuparlo, sin ninguna duda, Enrique Liberto Rojas Guillén.

A él se le debe prácticamente la creación de la figura del gerente de proyectos artísticos vinculados a la música de envergadura en este país, como acredita su paso por las tres de instituciones culturales que aún hoy lucen su impronta y, en buena medida, viven de su impulso visionario e infatigable labor.

Si la Sinfónica de Tenerife, la de Galicia y la de Castilla y León ocupan hoy un lugar esencial en el tejido cultural de sus respectivas comunidades, sirviendo además como faro para otras orquestas que han venido después, eso se debe al impulso de Enrique Rojas, un canario «echao p’alante» que suplió sobre la marcha los modernos, prestigiosos y a menudo inútiles MBA en gestión cultural con tres características esenciales: pasión absoluta por su trabajo, ejercida con vocación casi sacerdotal, conocimiento profundo y cabal del medio en todos sus aspectos y una inabarcable ambición artística.

No ha habido ningún otro responsable de orquestas o teatros en España con la capacidad, el tesón y la energía para perseguir siempre la máxima excelencia que él exhibía de la manera más natural y discreta. Seguramente existirían otros más cultos, e incluso simpáticos, pero ninguno con ese deseo de lograr para sus orquestas las condiciones ideales que sirvieran para situarlas al máximo nivel de las centurias europeas: fichando a los mejores músicos, invitando a trabajar con ellos a los directores y solistas del mayor prestigio con la única aspiración y el compromiso de alcanzar la máxima calidad.

Para esto tuvo que lidiar a menudo con los políticos de turno, a los que solía convencer (no siempre, tuvo desencuentros muy sonados que terminaron minando su entereza, paciencia y seguramente le costaron la salud) gracias a los resultados que conseguía: la afición sinfónica en Valladolid, La Coruña o Tenerife le deben una estatua (en la ciudad gallega al menos como la de Arsenio Iglesias) por las horas incontables de felicidad que seguramente proporcionó a tanta gente, haciéndole más llevadero su paso por este valle de lágrimas con sus propuestas artísticas.

Su empeño constante por lograr que España se equiparara a los grandes centros europeos y norteamericanos de producción musical, no solo en Madrid y Barcelona, sino también en la denominada periferia, resultaba insobornable. Un ejemplo: tras una década de éxitos constantes con la Sinfónica de Galicia, que él logró situar en el mapa estatal, cuando le negaron una de sus peticiones se marchó sin aspavientos ni reproches. ¿Se trataba acaso de un merecido aumento de sueldo? No.

Había convencido a su buen amigo Semyon Bychkov, una de las tres o cuatro batutas más destacadas entre las que quedan en el mundo, para que se hiciera cargo de la dirección musical, en La Coruña, de una nueva producción del Anillo del Nibelungo capaz de igualar a las que por entonces se hacían en Bayreuth (todavía Mehta no había logrado su hito valenciano).

No pudo ser, y no por falta de recursos económicos: en ese caso se impusieron los egos. Otro director español, con el que acabaría mal, deseaba ese proyecto solo para él, y así ocurrió, aunque finalmente el esfuerzo quedase diluido en otra tibia versión de concierto.

Contrariado, Enrique hizo las maletas para volver a hacer lo que sabía cómo nadie: situar a la Sinfónica de Castilla y León en la primera división, contribuyendo además a convertir al Centro Miguel Delibes, cuya construcción supervisó personalmente, en el eje de la vida musical castellano-leonesa.

Y en cuanto pudo, tozudo como era para estos asuntos, volvió a insistir con Bychcov hasta que se lo trajo, en 2005, esta vez para programar un Lohengrin estratosférico, que logramos programar conjuntamente en Galicia, con la OSCyL («De no creerlo», escribió Vela del Campo en El País, para referirse a la excepcionalidad de aquel Wagner con mimbres españoles, toda una rareza en España por aquel entonces, y aún ahora bajo aquellas condiciones: Johan Botha debutó el rol principal).

Trabajar con Enrique resultaba siempre una gozada porque, a pesar de que la dificultad de los envites, que obligaban a apuntar hacia lo más alto, el mejor resultado estaba garantizado, como cuando le propusimos a Vasily Petrenko, al que él casi había descubierto, que dirigiera sus primeras óperas en España (Macbeth y La Bohème).

En otro país, este cordial chicharrero hubiese sido sir Enrique Rojas, y sus consejos habrían resultado muy apreciados como asesor principal de varias organizaciones culturales de postín; pero aquí pasaba últimamente desapercibido, desde que decidió retirarse: estaba cansado de batirse con la ineptitud de políticos y la insensibilidad de los empresarios, a los que casi había que arrancarles a punta de pistola compromisos serios para apuntalar sus ambiciosos proyectos, concebidos no a su mayor gloria, sino a la de la ciudadanía que se beneficiaba de ellos, enriqueciendo sus vidas, proyectando en algunos la ilusión, más tarde cumplida, de convertirse en miembros de aquellos equipos de primera calidad como instrumentistas, directores o cantantes.

En los últimos años, siguió haciendo lo de siempre, pero ya sin la agobiante responsabilidad de tener que arar ya más en este erial de faranduleros y folclóricas. Se marchó a Rumanía, la tierra de su encantadora segunda esposa, y allí pasaba el tiempo entre concierto y concierto, asistiendo asombrado al despliegue de la calidad y cantidad de la vida musical de Bucarest, que tiene su cenit en el Festival Enescu. «¡Y a qué precios!», solía decir para ponernos los dientes largos con la comparativa entre lo que cuestan las localidades para asistir a los que suelen ofrecer allí las principales orquestas europeas, y lo que ocurre cuando éstas viajan para exhibirse en España.

Estos últimos encuentros solían producirse cuando pasaba por Canarias para ver a la familia, y al mismo tiempo, improvisaba un estudiado hueco para dejarse caer por Madrid. Lo hacía coincidir con alguna «semana fantástica», de esas que se dan de vez en cuando en la capital, encadenando cada día un concierto o una ópera de postín.

La última vez creo que coincidimos en uno del común amigo Petrenko, quizá cuando vino a dirigir a la Nacional. Para él un día sin música seguía siendo un día perdido, hasta el final. Para la música, sin él, lo es desde que decidió vivir lo que le quedara sin mayores contratiempos, lejos de su querida España. Suerte que tiene: ahora podrá elegir cada día entre Heifetz, Callas, Rubinstein o su admirado Lupu. Recuerdos para Alberto, por cierto. Aquí le echaremos mucho de menos, aunque solo unos pocos lo reconozcan como es debido.

comentarios

Más de Obituarios

tracking

Compartir

Herramientas