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02 de mayo de 2024

Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Corrección política, el McCarthysmo de la izquierda

¿Puede haber verdadero pensamiento sin un discurso libre? No parece

Actualizada 10:28

Es como un molesto chicle en la suela del zapato de la libertad de expresión. Genera una carcoma en forma de autocensura, que poco a poco va pudriendo el intercambio de ideas y la propia libertad. La 23ª edición del Congreso Católicos y Vida pública, que se está celebrando este fin de semana en Madrid, aborda uno de los fenómenos más insidiosos del tiempo presente: la corrección política. Como bien señalan los organizadores y ponentes, esa ola de intransigencia, esa presión difusa y constante, está poniendo las libertades en cuarentena e intentando arrumbar hasta el cristianismo y la propia idea de Dios.
La corrección política nació con un móvil a priori bienintencionado: proteger a las minorías de toda ofensa. Pero la izquierda «progresista» que la impulsa ha ampliado de tal manera el catálogo de ofendidos que se ha alcanzado una suerte de histeria victimista. Sexo, raza, etnia, orientación sexual, género, biografía, bagaje cultural, edad, estado mental, apariencia física… Cualquier mención, apreciación o constatación es susceptible de generar una ofensa.
Quien se atreve a salirse del carril de la corrección y a hablar desde el sentido común más básico puede verse señalado como homófobo, agresor patriarcal, islamófobo, machista, racista, o el latiguillo más facilón: simplemente «fascista». Muy pronto los bajitos pasaremos a ser «personas verticalmente contenidas» y los gorditos, «personas de alta acumulación celular». Algo tan perogrullesco como afirmar la existencia del sexo masculino y femenino, del hombre y la mujer, empieza a ser tarea de alto riesgo bajo el acoso de la subcultura de la cancelación. Ni siquiera figuras parapetadas tras un inmenso éxito y popularidad se encuentran a salvo de los zarpazos de esta nueva ola de censura. Lo prueban los apuros de la escritora J. K. Rowling o del cómico Dave Chapelle, que ha sido abrasado por afirmar en la muy políticamente correcta Netflix algo tan evidente como que «el género es un hecho».
Se cuestiona la libertad de cátedra y en el mundo anglosajón rectores que fomentan un debate intelectual abierto son tachados de retrógrados, o fascistas. Los alumnos de algunos campus estadounidenses crean «espacios seguros» donde sentirse protegidos de toda ofensa, que en realidad operan como búnkeres de intransigencia. Hamlet y Ana Bolena son interpretados por actores negros y las estatuas seculares se derriban en nombre de un revisionismo que intenta reescribir la historia con la mirada actual y sacándola de su contexto, imprescindible para poder contarla y entenderla. Los eufemismos enfangan el lenguaje, que se convierte en un campo de minas para el poco cauto o sumiso. Algunas universidades, como la de New Hampshire, han llegado a vetar las palabras «maternidad» y «paternidad» porque marcan género.
Cuartos de baño «neutrales» para no ofender a ninguna minoría sexual. Lenguaje inclusivo (en el Parlamento español ya hemos escuchado a diputadas populistas del neocomunismo que omiten el género masculino por completo). Se desprecia la tradición y la autoridad para primar un gran súper yo. Pero a la hora de la verdad –y en una sarcástica paradoja– ese ego individualista es rehén del supuesto Estado progresista libertador, que se inmiscuye en lo más íntimo de las personas (aquí ya tenemos a un ministro dictándonos cómo tenemos que comer y a otra organizando cómo debemos amar). Las redes sociales operan como foros de autoafirmación de los propios prejuicios. Importantes operadores de apariencia imparcial y guante de seda –los gigantes de Silicon Valley, Hollywood, los grandes medios informativos progresistas– actúan en realidad como férreos paladines del rodillo de la corrección política.
Vivimos acosados por un McCarthysmo cultural de la izquierda, que aspira a imponerse como la única manera aceptable de transitar por el mundo. Los que no se atreven a dar la batalla frente a esta nueva intransigencia optan por el escudo más sencillo: la autocensura. ¿Pero puede haber auténtico pensamiento si no existe un discurso libre? No parece, y en esas andamos.
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