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27 de abril de 2024

Vidas ejemplaresLuis Ventoso

¿Existe la «dictadura progre»?

Es innegable que desde el actual poder y ciertos medios se intenta imponer una manera única de ver la vida

Actualizada 10:13

Elvira Lindo es una escritora y guionista, de 59 años, de notable éxito, casada con el respetado literato y académico Muñoz Molina, de 65, en mi modesta opinión un novelista plúmbeo y un excelente ensayista sobre materias literarias y artísticas. La pareja ha sido, durante años, uno de los epítomes de lo que podríamos llamar el «progresismo Prisa», que desde los ochenta hasta el cambio de siglo, cuando empezó a desinflarse, marcó la vida cultural española. La influencia de aquel grupo mediático llegó a tal punto que las secciones de Cultura y Libros de la supuesta prensa de derecha se volvieron clónicas de lo que predicaba «El País», y todavía lo siguen siendo (al igual que muchos articulistas de la escuela chachi-frívola, cincuentones instalados en una supuesta juventud perpetua, que escriben fruslerías diletantes en medios, en teoría, conservadores). Luego la compañía mediática se arruinó, para salvarla entraron nuevos accionistas ajenos al negocio de la prensa y su capacidad prescriptiva ha decaído.
Lindo y Molina forman parte del sector cabal del progresismo, con un estilo en general educado y argumentativo. Huelga decir que tienen todo el derecho del mundo a sostener las ideas que les plazca (del mismo modo que lo tienen quienes no piensan como ellos). Lindo acaba de publicar en su periódico un artículo titulado «la dictadura progre», en alusión a la expresión acuñada por Vox. Se muestra sorprendida de que se haya recuperado la palabra «progre» y de que se los acuse de «imponer una agenda que tiene como objetivo acabar con la nación española y su verdadera esencia cultural». Por último, lamenta que la derecha no se sumase a las hipérboles de la izquierda con su compañera de periódico Almudena Grandes y desestimase nombrarla hija predilecta de Madrid (rechazo que veo razonable, pues el sectarismo excluyente del que hizo gala la escritora no la hace grata ante los madrileños de centro-derecha y derecha, para los que reservaba siempre duros epítetos).
El tema que plantea Lindo es interesante: ¿Existe en España una «dictadura progre»? Mi respuesta sería que no existe, pero solo por una razón: todavía no han alcanzado su meta al completo. Lo que sí existe ya es un intento de imponer a la sociedad un «consenso progresista», que incluye la manera en que hablamos, la educación escolar y universitaria, el desafecto hacia la idea de una patria española y la religión católica; y hasta cuestiones privadas, como la clasificación de la basura, o las intimidades de alcoba (según las nuevas leyes del Gobierno, cuando se mantienen relaciones es necesario acreditar consentimiento, y ya me dirán cómo se hace eso, ¿acaso incorporando a un notario a la piltra, o a una asesora de Irene Montero?).
En efecto: existe un claro «programa progresista», que rechaza la libre confrontación de ideas (la subcultura de «la cancelación» de la izquierda) y que es contraria a ensalzar la historia de las grandes naciones. Una agenda que desdeña la tradición y es alérgica a lo trascendente, pues su móvil fundacional consiste en emancipar un enorme YO egotista, tarea que en sangrante paradoja han encargado al gran Leviatán, el Estado, que acaba acogotando las parcelas de libertad personal. Ese programa progresista presenta en España una lacerante peculiaridad añadida: recela de la idea de nación española, que de manera delirante consideran un resabio franquista, mientras adulan y pamplinean con nacionalismos centrífugos de tufo supremacista y claramente regresivos.
El apostolado «progresista» no solo lo ejerce el actual Gobierno, con su jerga inclusiva, su ingeniería social, su énfasis obsesivo en el victimismo de las minorías mientras desprecia a las mayorías anchas de la sociedad. También se predica el nuevo consenso ideológico de manera más sutil, a través de soportes de falsa apariencia imparcial, como ciertas plataformas de «streaming» y redes sociales (¿qué ideología impregna las producciones de Netflix, o cuál es el credo de los gigantes de Silicon Valley?). También se difunde mediante las lecturas que se recetan a los niños en las escuelas, siempre llenas de familias disfuncionales, Apocalipsis climáticos y malvados europeos que rechazan a los «migrantes», cuando lo cierto es que los hemos acogido por millones y con generosidad. Todo esto lo ha explicado infinitamente mejor que yo el desaparecido filósofo inglés Roger Scruton, inteligente reivindicador de las bondades del conservadurismo.
El mundo lindo que postula Elvira Lindo avanza con puño de hierro en guante de seda, va cercando a los disidentes. Lógicamente surge una reacción. Muchos españoles no están dispuestos a que los priven de hermosas realidades como el culto a Dios; el afecto hacia España, el idioma español y la familia; el respeto a las lecciones de la tradición y la historia; o la simple enunciación y celebración de la Navidad, también mirada con aversión por el «progresismo» obligatorio.
Concuerdo con la escritora en que hay que relajar la tensión y construir un país menos crispado. Mantener un rescoldo de duda, no creer que estamos siempre en posesión de la verdad absoluta, resulta clave para alimentar la concordia y el avance del mundo. Pero eso no puede lograrse imponiendo con careta buenista el rodillo de una parte y pidiendo al resto que renuncie a sus valores, tan perfectamente respetables como los del progresismo. O quizá más.
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