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20 de abril de 2024

Aire libreIgnacio Sánchez Cámara

La resurrección de Cristo

El cristianismo consiste en algo tan aparentemente extravagante como la fe en un hombre que dijo ser Dios y resucitó. El Reino de Dios es inmortal. El hombre que pertenece a este Reino, también

Actualizada 03:09

Hoy celebramos la mayor fiesta de la Cristiandad: la resurrección de Cristo. En esto consiste ser cristiano: en creer que Cristo resucitó después de morir en la cruz. Es un acto de fe y, por ello, de amor, pero eso no significa que sea opuesto a la razón, sino, si acaso, ajeno a ella. El cristianismo no es una doctrina ni una teoría, sino un camino de salvación. Un libro, por lo demás notable, exponía y criticaba algunas teorías relevantes sobre la naturaleza humana, e incluía entre ellas el cristianismo. Esto es erróneo. Otra cosa hubiera sido incluir, por ejemplo, a san Agustín. Tratar el cristianismo como un conjunto de tesis filosóficas es malentenderlo y, en definitiva, devaluarlo. Por supuesto que es posible no tener fe en él, pero es absurdo criticarlo como si de una teoría se tratase. Ser cristiano, pues, consiste en la vivencia del Reino de Dios. Y el Reino de Dios es eterno.
Kierkegaard enseña que el pecado consiste en la ausencia de la fe. En realidad, se limita a seguir a san Pablo: «Todo lo que no procede de la fe es pecado». Esto es lo que la razón no puede comprender ni censurar. En cierto sentido, el cristianismo tampoco es una moral. Es equívoco afirmar que hay una moral cristiana más allá del seguimiento e imitación de Cristo. Reducir el cristianismo a una moral, por sublime que se la considere, es privarlo de su esencia. Entre otras razones, por esto negó Scheler que el cristianismo tuviera algo que ver con la filantropía moderna. También por eso no existe una política cristiana, aunque sí muchas, anticristianas. «Mi Reino no es de este mundo». Se confunden quienes consideran que la fuente de la filantropía moderna sea el amor cristiano. Éste es, por el contrario, radicalmente diferente del amor antiguo y del moderno. En la concepción antigua del amor se lo entiende como un sentimiento que va del inferior al superior. Se ama lo bello, lo sabio, lo noble y a quien tiene estas virtudes. Lo feo, lo ignorante y lo vulgar, por el contrario, se desprecia. Por eso, no es posible hallar en el mundo antiguo ningún dios que ame a los hombres, pues ¿cómo lo superior podría rebajarse a amar a lo inferior? El amor moderno nace más bien del resentimiento, de la búsqueda del placer y del rechazo del dolor.
El amor cristiano es otra cosa. Para empezar, el precepto cristiano manda amar al prójimo, al cercano, a aquel cuyo rostro podemos ver y, en él, el rostro de Cristo. No prescribe el amor a la humanidad. Y, sobre todo, el amor no es un sentimiento, sino un acto del espíritu que se dirige, al contrario que el amor antiguo, del superior al inferior, de lo elevado a lo deprimido, de lo noble a lo vulgar. Por eso no solo Dios ama, sino que es amor. Y la creación entonces se entiende como un acto divino de amor. Las diferencias no pueden ser más profundas. Como lo son también las diferencias en torno a la justicia. Alguien dijo que la parábola del hijo pródigo era una bofetada a la concepción antigua de la justicia. También se tergiversa el pretendido comunismo de los primeros cristianos. No consistía en una imposición por parte de la autoridad religiosa, sino de actos libres de las personas, que entregaban voluntariamente sus bienes a la comunidad. El amor cristiano es un acto del espíritu dirigido a la salvación del otro. Por eso busca ante todo al pecador, al pobre, al miserable.
El cristianismo consiste en algo tan aparentemente extravagante como la fe en un hombre que dijo ser Dios y resucitó. Es aceptar un testimonio, no comprobar ninguna verdad. Es creer que una persona es el camino, la verdad y la vida. El Reino de Dios es inmortal. El hombre que pertenece a este Reino, también. Lo dijo san Pablo: «Si solo en esta vida esperamos en Cristo, somos los más miserables de los hombres».
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