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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Un artista del exterminio

El mal en los hombres no es un accidente

Actualizada 12:02

El mal no es un accidente. Ni una patología. El mal configura a una especie, la humana, que, de no resistirse a lo que en ella pone la bestia, jamás podrá llamarse a sí misma libre. Forzando al límite la paradoja, Schelling escribía, en 1809, que el mal es la condición ontológica de la libertad: solo es libre aquel hombre que despliega la potencia que se requiere para no sucumbir a su inercia.

Tomo este 17 de julio, ochenta años después de la redada que abrió en 1942 el exterminio de los judíos franceses, el más aterrador de los libros de mi biblioteca. De algún modo, puede que el más asombroso. Yo, comandante de Auschwitz son las memorias de Rudolf Höss, a quien la similitud fonética no debe llevar a confundir con el redactor de las leyes raciales de Nuremberg, Rudolf Hess, extinto en la cárcel de Spandau. Su casi homónimo Höss fue un puro técnico del exterminio. Desde el 1 de mayo de 1940 hasta 1943, Höss dirigió con plenos poderes la mayor fábrica de matar que ha conocido la historia. Y la más eficiente. Los gaseados, en su 90 % judíos, sobrepasaron el millón. Sin distinciones entre hombres, mujeres, ancianos o niños.

Tomo ese libro monstruoso, que Höss redactó durante los años de cárcel que precedieron a su ahorcamiento en 1947: «Durante la primavera de 1942 –escribe–, centenares de seres humanos encontraron la muerte en las cámaras de gas. La mayoría de ellos no sospechaba nada. Su salud era perfecta; los árboles frutales que rodeaban la casa estaban en flor. Ese cuadro en que la vida se codeaba con la muerte ha quedado en mi memoria». Todo era bucólico en ese universo en el cual un purificador de la especie humana procedía a borrar lo que para él no era otra cosa que una bacteria, de cuya amenaza había que salvar a la raza aria. No hay un solo momento en las trescientas once páginas de esas memorias, en cuya lectura pueda atisbarse siquiera, no digo ya la culpa, digo el desagrado del que escribe. Höss ve su obra como un artístico regalo a la humanidad futura.

No, no fue solo Alemania. Aunque sobre Alemania cae el deshonor más alto cometido contra una población indefensa

Muy pocas semanas después de esa poética primavera de Höss, restallante de flores y de luz, los judíos de Francia van a iniciar viaje hacia el idílico imperio de la muerte que él regenta. 16 y 17 de julio, 1942. Los libros de historia catalogan esos días bajo una fría etiqueta: «Redada del Velódromo de Invierno», por el estadio deportivo trocado en lugar de encierro. 13.142 judíos fueron capturados en París, transferidos al campo de Drancy, desde cuya estación iniciaron su final viaje hacia los hornos crematorios. Otros treinta mil seguirían el mismo destino en el resto de Francia. La coordinación entre la gendarmería francesa y las SS alemanas fue perfecta. Se llevó incluso las órdenes de Berlín demasiado lejos: desoyendo el inicial criterio de no hacer trasladar a las embarazadas ni a los enfermos. Eso produjo atascos que desagradaron a las autoridades de ocupación.

No, no fue solo Alemania. Aunque sobre Alemania cae el deshonor más alto cometido contra una población indefensa a la que se decidió borrar para siempre del planeta. Pero el antisemitismo –o, si se prefiere, la judeofobia– era una coartada casi universal para dar razón de todo lo diabólico de un tiempo y una Europa en la que lo diabólico era norma.

Vuelvo a la biblioteca. Diarios de Ernst Jünger, héroe de la Gran Guerra, primer maestro de la prosa alemana. En la comandancia militar de París, en donde ejerce de consejero, desea conocer a su equivalente francés en la narración del infierno de las trincheras. Lo consigue. Diciembre de 1941. El aspecto de Louis-Ferdinand Céline lo inquieta: «Cuando habla tiene la mirada fija propia de los maníacos, una mirada que parece brillar desde el fondo de las cavernas». Y las palabras del médico francés repugnan al aristocrático militar prusiano: «Céline ha manifestado su extrañeza, su asombro, por el hecho de que nosotros, los soldados alemanes, no exterminemos a los judíos: por el hecho de que alguien que tiene a su disposición una bayoneta no haga un uso ilimitado de ella».

Pasan solo siete meses: 17 de julio de 1942, hace ahora ochenta años. Y la exigencia del autor del Viaje al final de la noche es cumplida. Con creces. No, el mal en los hombres no es un accidente.

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