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28 de abril de 2024

Perro come perroAntonio R. Naranjo

Hay que fusilar a Ana Botín, a Sánchez Galán y a Amancio Ortega

Los mayores «beneficios caídos del cielo» se los lleva Pedro Sánchez, que busca falsos culpables para evitar que las antorchas enfurecidas lleguen a Moncloa

Actualizada 01:20

A cualquier persona normal le ocurre con los bancos, y con las energéticas, lo que a Woody Allen cuando escucha a Wagner: te entran ganas de invadir Polonia. Hay pocos sectores más ingratos en el imaginario popular, con razones y sin ellas, y ninguno salvo la propia política y tal vez el periodismo que despierten tanto rechazo.
En nuestro caso, gracias a las andanzas empoderadas de la Brunete progresista y a la inestimable ayuda de algunos cantamañanas de la otra orilla ideológica, vuelve a tener sentido el viejo aforismo del oficio: «No le digas a mi madre que trabajo de periodista; cree que toco el piano en un puticlub».
La Banca es ese lugar que te da poco cuando tienes algo y nada cuando nada tienes, y te vende un crédito para que pienses que la casa es tuya con un seguro oneroso que te deja indefenso ante los rigores de la vida: buscar el alma en el negocio más desalmado es como pedirle a un burro que grazne o a un ministro de Hacienda que deje de relinchar.
Pero no se nos ha ocurrido una fórmula mejor para sustituir al sistema capitalista ni a la economía de mercado, que con todas sus imperfecciones y excesos ha dado a la humanidad la mayor época de prosperidad que nunca conoció, alterada sobre todo por ese parque temático del intervencionismo que es la política y todas sus instituciones, empezando por esos FMI y sucedáneos presentados como «neoliberales» cuando son el emblema de la socialdemocracia invasiva y confiscatoria por antonomasia.
Tampoco las eléctricas, petroleras y gasísticas producen mucho más entusiasmo que una colonoscopia sin anestesia, agravado todo por la certeza de que en todas ellas funcionan las puertas giratorias explicativas de que, cuanto más pagamos, más debemos y más caro nos sale: a alguien le están devolviendo los favores institucionales con un buen sueldo para él y un mal recibo para el resto.
Pero tampoco se nos ha ocurrido un sistema mejor para iluminar la alcoba, calentar la sopa y mover el coche, sin que la alternativa pública que los enterradores de las ruinosas Cajas de Ahorro sea digna de tomar en serio: la regulación del negocio es tal que la capacidad del Estado de intervenir en su funcionamiento es la misma con presencia en el capital o sin ella.
Tenemos que tragarnos, pues, su presencia, con el mismo ánimo atribuido a Churchill cuando dijo aquello de que «la democracia es el peor de los sistemas a excepción de todos los demás». No hay mejor forma de financiarse ni de calentarse que la existente, como bien saben los mismos que pretenden ahora imponer impuestos sañosos al sector para desviar la atención de sus propias responsabilidades.
Señalar a culpables verosímiles es de primero de huida hacia adelante, y rodar La jauría humana cuando aprieta la miseria es un simple truco para evitar que las antorchas enfurecidas lleguen a Moncloa, a Ferraz o adonde quiera que tenga su sede secundaria Podemos, tras la ya conocida en Caracas.
Porque si se tratara, de verdad, de concitar una aportación extra de quienes más tienen y más pagan ya, el mensaje de solidaridad incluiría un agradecimiento a su esfuerzo añadido y un reconocimiento del que ya hacían.
Porque los ricos, salvo en el universo peronista de nuestra Evita Castejón, ya acoquinan más que los pobres: en números redondos medios, el 4 % de la población soporta el 37 % de los ingresos fiscales del Estado, que atraca hasta el más modesto de los asalariados con un IVA desmedido que no distingue de poderes adquisitivos.
Que el Amancio Ortega de turno pague todavía más, en estos tiempos de cólera, es razonable. Y que las cotizadas lo hagan, también: no puede ser que una empresa familiar haga un esfuerzo muy superior al del Banco de Santander.
Pero fusilar al alba a la Botín o al Galán de turno, con ese discurso populista implantado en el Gobierno, es un despropósito sin precedentes para borrar la huella del crimen propio: nadie disfruta de tantos «beneficios caídos del cielo» como Sánchez, que le carga el doble del precio real de un litro de gasolina al currela que, si ese día reposta, quizá ya no compre leche.
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