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29 de marzo de 2024

Perro come perroAntonio R. Naranjo

Vagos y maleantes

España no puede permitirse tener las peores cifras de Europa, el mayor gasto en subsidio, la peor economía sumergida y miles de puestos de trabajo sin cubrir

Actualizada 01:50

Por estas fechas de 1933 la República aprobó la ley de vagos y maleantes, bautizada con gracejo como la Gandula por aquella España hirviente que poco después se despeñó en una guerra fraticida cuyo caldo de cultivo encuentra inquietantes conexiones con el presente.
Leer al Azaña del exilio francés debiera ser asignatura obligatoria para quienes vuelven a jugar con los mismos fuegos nacionalistas y populistas que a él mismo le hicieron renegar de las alianzas y concesiones que ahora Pedro Sánchez repite, como si pudiera esperarse algo de entregarle una escopeta a un mono muy distinto a alimentar una escabechina.
Fue la República, pues, quien proclamó aquella ley que consagró la arbitrariedad de los poderes públicos para, en síntesis, apartar del espacio público a todo sospechoso de futuros delitos y a todo «vago habitual» que perturbara una cierta idea de orden que también tuvo la República: la disciplina y la integridad territorial no fueron valores ajenos a aquel sistema, por mucho que sus memorialistas de ahora la presenten como el anticipo de la España federalista y caótica que ahora promueven con ignorancia histórica y estupidez política.
La ley, aquella ley, no es defendible ni en su letra ni en su espíritu que, por cierto, remiten espiritualmente a no pocas andanzas normativas del sanchismo vigente: regular el aire acondicionado bajo amenaza de multa, sancionar los besos al volante, aprobar el consentimiento notarial para las relaciones íntimas o imponer cursillos para tener mascota también salen de ese recoveco intervencionista falsamente progresista que, cuando se entromete en lo menor, acaba invadiendo lo mayor.
Pero algo de aquella ley, siquiera en sus extrarradios, sí merece una reflexión: se pensaba que el Estado no puede mantener a quienes no ayudan a mantenerlo y que, más allá de los vulnerables evidentes, todo el mundo debía asumir alguna obligación o pagar una compensación a sus excesos.

La profesionalización de la asistencia social, que debe ser efímera por definición para ser eterna para quien de verdad la necesite, genera un fraude ostentoso

La España actual sufre la peor tasa de paro de Europa, pero hay cientos de miles de puestos de trabajo sin cubrir que generan un desastre doble: de un lado engordan la deuda pública al ir acompañados de un ramillete de subsidios infinitos que convierten al cotizante potencial en pensionado eterno; y de otro llevan a la extinción a cientos de pequeños negocios incapaces de subsistir sin personal y con esos precios e impuestos desmedidos que soportan.
La profesionalización de la asistencia social, que debe ser efímera por definición para ser eterna para quien de verdad la necesite, genera un fraude ostentoso que la corrección política del momento, castrante y puritana, orilla del debate público por el miedo a provocar duras represalias contra quien se atreva a decirlo.
Pero las disparatadas cifras de la economía sumergida, que doblan la media europea; el insoportable desempleo estadístico y el récord de gasto público en nóminas sin contrapartida exigen adentrarse, sin maximalismos pero sin autocensuras, en el asunto.
Ni una persona necesitada puede quedarse sin el auxilio de una sociedad decente. Pero hasta eso será más difícil si seguimos viendo, a diario, a tanta gente capaz de decir sin recato que le sale mejor quedarse en casa repantigado en el sofá. Con tanto monte ardiendo, tanto comercio sin personal y tanto agujero en las arcas del Estado.
Estamos rodeados de vagos habituales, de caraduras perezosos y de profesionales del cazo. Y no hay nada más destructivo para lo público que permitir que lo saqueen en nombre de valores que solo se defienden de verdad si no se tolera que se invoquen en vano.
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