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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Las nieves de antaño

Volvemos. Cada año. Al mismo cielo gris platino sobre Madrid, a la misma incierta luz de los días que vienen antes de la Nochebuena

Actualizada 01:20

«¿Qué fue de las nieves de antaño?» Bajo el cielo, siempre platino, que anuncia sobre Madrid la Navidad cada año, releo al tan viejo –al tan moderno– François Villon. Hacia 1458, Villon evoca la nevada legendaria de un año antes. Y, a través de ella, la intemporal metáfora de Heráclito retorna: nadie puede en el mismo río sumergirse dos veces. El río a cada instante es otro; no es gran cosa. Lo irreparable es que ninguno de nosotros –ninguno– vuelve a ser jamás aquel que fue en la fuga del tiempo. Enseñan los filólogos que el «antaño» que Villon dice era, en el siglo XV, forma común de referirse al año pasado. Pero, en el poeta, la lengua común destella añoranza de eternidad, de infinito. Y, sí, el año pasado nos es más irrecuperable, más distante, que el día del fin del mundo. Cada instante que pasó sella una ausencia eterna.

Y como contagiado por esa melancolía del ayer, que símbolos y palabras nos fingen repetido, el cielo de Madrid vira cada año a igual platino, a igual luminosa grisura de asesina belleza. Ni la Eloísa, ni el Abelardo, ni la Juana de Arco en llamas, que Villon evoca, van a retornar, salvo en los versos de quien escribe esta Balada de los tiempos idos en la que lo irrecuperable se da como tesoro paradójico: presencia de lo ausente. Ni van a retornar tampoco aquellas noches de calabozo, en 1455, en las que el joven Villon tuvo por solo horizonte la inminencia del cadalso; pero esa resonancia, victoriosa del tiempo y de la muerte, ritma, en la Balada de los ahorcados, uno de los momentos más altos de la poesía europea. La más deshonrosa muerte se torna en poesía: «La lluvia nos ha empapado y lavado, / y el sol desecado y ennegrecido… / Hombres que por aquí paséis, nada de burlas; / rogad tan sólo a Dios que se digne absolvernos».

La maravilla, pese a todo, de ser hombre se encierra en ese estoico proyecto: que aun lo horrible, lo más horrible, sea bello; y que, en tanto que horrible, sacuda nuestras almas con el brillo devastador de una luz que ciega. En uno de esos relámpagos inesperados, en 1603, Luis de Góngora dará voz a tal certeza: tan sólo en el extremo insoportable del tiempo, que es la muerte, el acceso a un rescoldo de eternidad se nos concede. Ante el sepulcro de una gran dama a la que el poeta añora: «la razón abra lo que el mármol cierra». Puede que nunca un endecasílabo castellano haya alcanzado cumbre así de bella. Con seguridad, nunca teología más acabada.

Volvemos. Cada año. Al mismo cielo gris platino sobre Madrid, a la misma incierta luz de los días que vienen antes de la Nochebuena. Y, aun cuando demasiado bien sepamos que las nieves de antaño no van a volver nunca, se nos da el privilegio enorme de soñar que en su añoranza habita la belleza. Y no es poco. Sí, ¿qué fue de esas nieves de antaño? Fue el misterio, cuya luz y cuya sombra son lo mismo en un poema de José Jiménez Lozano:

«En la gélida noche,
a la cabecera del cadáver del mendigo,
reluce una maravillosa puntilla o filigrana,
tejida sobre la nieve por las patitas de los pájaros.
Ni los Faraones, ni los Césares,
tuvieron tal armiño en sus días de gloria,
ni en sus tumbas».
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