El golpe es ahora
Es el tiempo de los monstruos. El golpe ya ha empezado. Y nadie lo percibe. Desechemos consuelos. Digamos fríamente que todo va camino del abismo
No es hora de ser elíptico. Ni de jugar con las palabras. Conviene mantener una escritura glacial, cuando lo que está en juego es la etapa conclusiva de un golpe de Estado.
Golpe planificado, con lenta paciencia, al abrigo de la increíble nulidad de los políticos que debieron plantarle cara, cuando aún la serpiente estaba dentro del huevo. Ahora, confesémoslo, es ya muy difícil. El golpe institucional del doctor Sánchez está a dos pasos de consumarse. O, tal vez, se ha consumado y ni lo vemos. Y el final asalto –la destrucción de ley y de magistratura– es ahora.
El partido, cabalgando sobre el cual llegó al poder, es un detrito: todos cuantos se opusieron a su ascenso han sido, o bien comprados o bien ejecutados. La oposición, cuya asombrosa incompetencia propició el ascenso del chico marginal de Pepe Blanco, ha aplicado una táctica funesta: dejar que las cosas se agotasen por su propia inercia. Podía funcionar eso en otra época. Pero el imperio de las pantallas –televisores y redes– congela el tiempo, al borrar la realidad. La condición ciudadana –esto es, la entidad del hombre libre que decide frente al Estado su destino– se extinguió. Un porcentaje mayoritario de sujetos –dejemos de llamarlos ciudadanos– no lee jamás un libro, difícilmente va más allá de un pie de foto, y se alimenta anímicamente de la galaxia de mentiras a la carta que el poder político manufactura y emite a través de televisores y redes. El gran proyecto fallido del totalitarismo de entreguerras –fabricar una subjetividad a la medida del que manda– es hoy un juego de niños.
No hay, en esta España hipermoderna, lugar a esperanza. Una sociedad descerebrada votará siempre a favor del amo. Lo profetizaba, en el siglo XVI, el entrañable amigo de Montaigne, Étienne de la Boétie: «La libertad, los hombres no la aman, si la amasen la tendrían», si no la tienen es porque ellos mismos son los capataces del déspota que los esclaviza. Lo describía, mediados los años treinta del siglo veinte, la conmovedora Simone Weil, tan frágil, tan enferma, tan, tan, tan inteligente: Hitler y Stalin eran eso, depositarios del amor de los siervos que adoran lamer los pies del más poderoso; es una maldición originaria de los hombres.
¿Quién es Pedro Sánchez? Un plagiario de tesis, el apparatchik que, tras la cortina, juega a cambiar las urnas para violar la votación que teme perder en su partido, un mastodóntico ignorante que se hace escribir los libros que firma: la forma más abusiva, en suma, de un don nadie. Pero es también un figurín. Impecable. Y eso es, en nuestro mundo, hecho de imágenes que asesinaron la escritura –y, con ella, Platón dixit, la inteligencia–, la vía más corta hacia el poder absoluto: la telegenia.
Guy Debord había analizado eso en el final de los años sesenta. Pensábamos que, en el fondo, no era más que una genialidad brillante del más brillante entre los genios perdidos de su generación. Pero La sociedad del espectáculo opera hoy como una apisonadora. Llegó el tiempo de los analfabetos: tomaron el poder y no van a soltarlo. No, no es sensato apiadarse de un lerdo. Desde Platón, debiéramos saber que no hay tonto bueno: que un tonto mediáticamente armado hasta los dientes –eso es un político hoy– es sinónimo de perversidad pura. Una perversidad para la cual sólo existe el propio disfrute. Un bobo con poder –y con imágenes que imponer como celestes realidades– es el ideal con que soñó aquel Estado totalitario que, en los años de entreguerras, no poseía aún las máquinas propagandísticas que inyectaran universalmente su despotismo.
Esas máquinas están aquí ahora. Vivimos en un mundo hermético: ninguna realidad lo turba. La lectura ha muerto; impera la imagen. De la inteligencia de antaño, ni un susurro nos llega. Es el tiempo de los monstruos. El golpe ya ha empezado. Y nadie lo percibe. Desechemos consuelos. Digamos fríamente que todo va camino del abismo.