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28 de marzo de 2024

Pecados capitalesMayte Alcaraz

La eutanasia y la toga de Cándido

Los enfermos, sus familias, lo que quieren no es que el desistimiento público les aboque al suicidio, sino que el Estado les asista en vida

Actualizada 01:30

Cuando Cándido Conde-Pumpido dijo aquello tan democrático de que las togas, es decir el poder judicial, deben mancharse con el polvo del camino, es decir, ensuciarse con la basura que destila el Gobierno, todavía no sabía, aunque podía intuirlo, que la política le daría una segunda y definitiva oportunidad para arrastrar la suya por fangos espesos, auténticos lodazales tan ajenos a la constitucional labor del Ministerio Público. Otegi abrió el camino en 2005 cuando, al conocer que el fiscal pedía cárcel para él por pertenencia a ETA, preguntó chulesco en la Audiencia Nacional: «¿Esto lo sabe Conde-Pumpido?» (entonces fiscal general del Estado). Ese día, el traje de ceremonia de Cándido adquirió la condición de bayeta multiusos.
El Tribunal Constitucional que preside acaba de rechazar con sólo dos votos en contra el recurso contra la ley de eutanasia de Sánchez. Que fuera previsible desde que se colonizó obscenamente la corte de garantías no la hace menos escandalosa. Se convalida así una norma que incluye a España en la triste lista de los únicos siete países del mundo que tienen una ley de eutanasia que, lejos de otorgar dignidad a la hora final de una persona como falsamente se justifica, anima al médico a que traicione su juramento hipocrático, el de respeto a la vida hasta el último segundo, y se entregue con denuedo a dar muerte al paciente que lo solicita.
Una de las cosas más sorprendentes en esta España nuestra es que un Gobierno que se jacta obsesivamente de ser progresista, tenga uno de sus pilares en la subcultura regresiva, como es la de la muerte, la del descarte, como dice el Papa, que es admitir que la vida humana cuando sufre padecimientos, achaques invalidantes o una severa discapacidad (ni siquiera patologías irreversibles) ya no es valiosa, es prescindible, y el Estado debe contribuir, como con los nasciturus, a que desaparezca. ¿Cómo? Utilizando a aquellos que tienen que ayudar a que vivas para que faciliten que mueras. Y si arguyen que tienen escrúpulos morales se les incluye en una lista negra que los estigmatice para siempre.
Dejemos una cosa clara: nadie se merece un ensañamiento terapéutico ni la dilatación artificial de una existencia sin esperanza. Todos los que hemos tenido en nuestra familia seres queridos que han sufrido enfermedades durísimas, sabemos bien que una cosa es predicar y otra dar trigo en medio de la devastación de una patología incurable. Pero si hay una misión que dignifica al Estado es precisamente hacer de esos postreros momentos un camino menos doloroso, física y emocionalmente, y esa es una obligación jurídica superior e indeclinable que este Gobierno como los anteriores han desatendido. Los enfermos, sus familias, lo que quieren no es que el desistimiento público les aboque al suicidio, sino que el Estado les asista en vida, para eso está la sedación terminal, les cuide, proteja y procure una vida más digna con medicina de cuidados que eviten, por ejemplo, que 80.000 españoles mueran cada año sin terapias que aminoren los estragos de la vejez y de las enfermedades atroces. Treinta años después de que se planteara la necesidad imperiosa de una ley de paliativos, nada se ha hecho, más que alguna iniciativa del PP y Ciudadanos, abortada en el Congreso.
En esta sociedad que llamamos próspera y que maquilla una deshumanización escalofriante, cuando los seres humanos, a los que se les hurta de toda trascendencia, ya no sirven cuando no rinden, cuando no contribuyen a las pensiones de Escrivá, lo mejor es que los de las batas blancas, en cuyo nombre se hace tanta demagogia, desenchufen la máquina y a otra cosa, mariposa. Holanda, donde hasta los adolescentes pueden pedir la eutanasia, es nuestro modelo. O Suiza, que ha convertido la inyección letal en hoteles de inmaculado lujo en un negocio más próspero que tener fondos en el Credit Suisse.
Una invitación formal a los ancianos, que sobreviven en la más absoluta soledad en pisos antiguos en las grandes ciudades donde a base de no verlos no existen, a que opten por el camino más corto que les ofrece Pedro Sánchez y Carolina Darias, que dejará como herencia, ahora que huye a Las Palmas, esta consagración del fracaso humano. Legal, pero éticamente repugnante. Y, mientras tanto, que a Conde-Pumpido, que acaba de facilitar también la supresión de ayudas a los colegios que separan por sexo, le vaya suministrando cafinitrina el bueno de Tamames, para que no se excite en exceso cuando siga votando estas aberraciones usando su deshilachada toga como sudario.
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