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04 de mayo de 2024

Vidas ejemplaresLuis Ventoso

De cómo el PSOE se cepilló la Transición

Reabrir los odios de los años treinta del siglo XX y andar moviendo muertos de aquí para allá por revanchas sectarias ha sido una desgracia, una pésima idea

Actualizada 11:00

La incoherencia de la doble baraja del PSOE con la memoria se percibe con una sencilla comparación. Por una parte, esa formación se ha asociado con los herederos de los terroristas que mataron a finales del siglo XX a sus compañeros de partido. Han corrido un oprobioso velo de olvido y perdón exprés sobre los ataúdes de afiliados socialistas, que políticos como Patxi López hubieron de portar sollozando. Pero al tiempo, ese mismo PSOE amnésico con ETA mantiene una celosa campaña revisionista y vengativa sobre unos hechos que ocurrieron hace más de ochenta años.
Aunque carezco de importancia personal, voy a sintetizar mi memoria, porque imagino que será parecida a la de muchos compatriotas de mi generación. Soy un español de 1964, de la Quinta del Buitre, de la cosecha del año en que los Beatles publicaron «Hard day’s night». Cuando murió Franco tenía once años. Mi recuerdo más nítido de aquel día es que el autobús que nos llevaba al cole dio la vuelta. Un profe con rostro serio nos anunció vacaciones por el luto nacional y a toda la chiquillería se nos escapó un vocerío de júbilo (no por motivos políticos, sino por la perspectiva de unos días sin clase). De la Guerra Civil poco supe en mi infancia. Mi abuelo paterno, un marinero absolutamente apolítico, había hecho la guerra en las filas de Franco; porque estaba en Vigo, el alzamiento lo pilló en zona nacional y allá lo enrolaron. Cuando alguna vez le preguntábamos por la guerra se negaba a hablar, solo repetía estas dos frases: «Yo ya era viejo. La pasé pelando patatas en retaguardia». Probablemente si la contienda lo hubiese sorprendido en un lugar diferente se habría encontrado combatiendo por los otros, en el marco de un conflicto fratricida sobre el que en realidad no tenía una posición bien fijada.
Mi madre estaba desinteresada por la política. Mi padre, no. Había navegado por ahí y no le gustaba el modelo que teníamos. «Aquí tendría que haber una democracia con partidos, como en Inglaterra», solía repetirnos en las comidas cuando estaba en tierra. Nosotros, los niños, no entendíamos bien a qué se refería con aquello de «partidos», nos sonaba a algo confuso relacionado con el fútbol.
La memoria más imborrable que guardo de mi juventud en lo relativo a la política son las constantes matanzas de ETA. Nunca las he olvidado; me repugnan como si se hubiesen cometido ayer mismo. Ya en otro tono, recuerdo la ola de ilusión que suscitó entre mucha gente la mayoría absoluta de González (pronto traicionada); un cierto orgullo general por lo bien que se había hecho la Transición; un aprecio casi universal por la labor de Juan Carlos I y una sensación compartida de que España iba a más. También tengo la sensación de que los que fuimos jóvenes en los ochenta éramos bastante más libres que los chavales de hoy, que soportan una intrusión pegajosa del Gobierno y unos intentos de lavado de cerebro colectivo desconocidos entonces. Por último, creo que en general la gente que se metía en política en los años setenta, ochenta y noventa estaba bastante más preparada que ahora, cuando muchos aficionados sin pasado laboral buscan un pesebre que les aporte una nómina.
Imagino que, más o menos, he recogido vivencias compartidas por muchos españoles de mi generación. Apreciábamos la obra de reconciliación de nuestros ancestros que se dio en llamar la Transición. Nos tomábamos la política con menos furia intransigente que ahora. Y desde luego, Franco o José Antonio no figuraban en nuestra conversación y preocupaciones, pues nos parecían viejas historias de «la guerra de los abuelos», al igual que Azaña y su fallida República. Reabrir los odios de los años treinta del siglo XX y ponerse a mover muertos de aquí para allá en nombre de un revanchismo imposible ha sido una desgracia, una pésima idea.
Aquella reconfortante sensación de que se había alcanzado en España una cierta concordia y de que existían bases firmes para avanzar como una democracia normal ha sido dinamitada por el PSOE. Zapatero y Sánchez se han centrado en demoler la obra de la Transición. No fue una obra perfecta, como todo lo humano es mejorable, por supuesto. Pero lo que se nos ofrece ahora es infinitamente peor: una reforma constitucional encubierta en favor de los separatistas; una anulación completa del adversario político, que dificulta que se pueda hablar en puridad de democracia; un debilitamiento de la seguridad jurídica; un asalto por parte del Ejecutivo de las instituciones de todos; un revanchismo que intenta reabrir odios sectarios entre españoles; una lectura de la historia única, obligatoria y sesgada; una lacerante sumisión a los separatismos centrípetos, que hoy mangonean España, y la homologación de la mentira como una práctica aceptable en política.
La alternativa al que llaman con desprecio «régimen del 78» ha resultado un cáncer institucional. Y no sé si queda alguien ahí fuera con ganas y capacidad como para recomponer el delicado jarrón que ha destrozado el PSOE.
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