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07 de mayo de 2024

Pecados capitalesMayte Alcaraz

ZP, alias «Gorburu»

Un papelón digno de Hollywood que sus interlocutores, encabezados por Arnaldo Otegi, se encargaron de desenmascarar y las víctimas no perdonan, como acaban de demostrar no acudiendo a la pantomima de Batet en el Congreso

Actualizada 01:30

En mayo de 2011 Francia se incautó de las actas redactadas por ETA en las negociaciones con el Gobierno de Zapatero. En ellas, los etarras hablaban de la necesidad de poner intermediarios «para acceder a Gorburu» (hombre rojo), apelativo en clave con el que nominaron al envalentonado expresidente del Gobierno que ahora se arroga el mérito de haber acabado con los asesinos, y fue su mejor negociador, una frágil veleta dispuesta a rendir al Estado a cambio de mucho, sí, de mucho, aunque lo niegue: a cambio de convertir a los herederos de la banda, con uno de sus principales matones a la cabeza, en un partido «blanco» con el que pactar las pensiones de los españoles y la consecución de sus objetivos separatistas, ya sin pegar tiros, aunque sin disminuir el clima de acoso a los constitucionalistas.
Siete años antes de que Zapatero asumiera en primera persona las negociaciones, la banda había asesinado a Miguel Ángel Blanco, como represalia a que otro presidente, José María Aznar, se negara a ceder a sus demandas terroristas. El mismo que acabó con la kale borroka, ilegalizó Batasuna, consiguió la condena internacional, endureció el Código Penal, mientras el hombre de la eterna sonrisa, «Gorburu» para sus amigos negociadores, encaramado al poder por la conmoción del terrible atentado del 11-M, preparaba su mejor eslogan, el que debería llevar su nombre a los libros de historia: cerrar bajo su mandato la página terrorista sin que pareciera que ofrecía algo a cambio a los pistoleros.
Un papelón digno de Hollywood que sus interlocutores, encabezados por Arnaldo Otegi, se encargaron de desenmascarar y las víctimas no perdonan, como acaban de demostrar no acudiendo a la pantomima de Batet en el Congreso. Corría la primavera de 2005, un año después de las bombas de Atocha, cuando el líder de ETA es detenido por pertenencia a banda armada, y en la vistilla previa le pregunta al fiscal que pide para él prisión incondicional, que si Cándido Conde-Pumpido conocía lo que estaba pasando. Daniel Portero, hijo del fiscal asesinado en 2000, Luis Portero, y su abogado, escucharon las bravuconadas de Otegi. Es decir, el etarra preguntaba si un fiscalillo tenía permiso del jefe para empurarle a él, nada menos que al negociador de «Gorburu». Luego, el propio Pumpido dijo aquello de que los jueces tenían que arrastrar las togas por el polvo del camino. Bien sabía él de lo que hablaba.
Claro que Zapatero intercambió indecentemente cromos con ETA. Incluso cuando el 30 de diciembre de 2006, ETA puso una bomba en la T4 matando a dos personas, un día después de que él mismo diera por finiquitada a la banda, el Gobierno insistió en negociar porque la realidad, terrible realidad, no podía estropear el relato socialista. Relato que a pesar del énfasis que pone el soliviantado presidente en su gira mediática para defender el sanchismo, mostrándose indignado porque –salvo la trompetería progre– en España nadie se ha creído su edulcorada autobiografía, contradice lo que llegó a confesar hace mes y medio en Radiocable: «Les dijimos a quienes apoyaban el terror en su día que si dejaban el terror tendrían juego en las instituciones, y eso hay que mantenerlo».
El Zapatero que siguió sentado y no aplaudió en el desfile militar al paso de la bandera de los Estados Unidos, contrastando con sus compañeros de tribuna, el mismo que llegó al poder tras un sangriento golpe terrorista, el mismo que fue de presidente feminista y héroe social, el mismo que se gastó a espuertas el dinero de las pensiones y sumió a España en una crisis en la que se perdió una generación entera de jóvenes, ese que va de amigo de los dictadores bolivarianos, el héroe de los cómicos subvencionados de la «zeja», ha resultado que ni tenía el buen talante del que presumía ni era el Bambi que pintó Guerra y, sobre todo, ha demostrado que su epílogo, doce años después de dejar el Gobierno, es tan oscuro como sus mentiras.
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