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08 de mayo de 2024

Perro come perroAntonio R. Naranjo

Lo de Évole y el etarra

Vamos a hablar de «No me llames Ternera», un retrato del horror que mortifica sin pretenderlo a Sánchez

Actualizada 01:30

Acabo de ver No me llames Ternera, la entrevista o documental de Jordi Évole estrenada con polémica en el Festival de Cine de San Sebastián, pasto habitual de engendros equidistantes o claramente blanqueadores del universo abertzale, que ahora proyecta una plataforma de televisión.
El acercamiento previo al producto ya era delicado, por la identidad del repugnante entrevistado y los antecedentes del entrevistador. Uno es una de las leyendas de ETA, un despiadado asesino que a los 72 años no reniega de sus andanzas aunque, como Otegi y toda su chusma, «lamenta el dolor causado».
La expresión suficiente para que Sánchez se entregue a Bildu, buscando más el indulto a sus socios que la reparación de las víctimas, tratadas como damnificados de un fenómeno meteorológico y no de asesinatos, secuestros, extorsiones y coacciones de toda laya cuyos efectos aún perduran.
Aunque, vaya por Dios, no haya presión política ni informe de Defensor del Pueblo para medirlo, tal vez por la imperiosa necesidad de priorizar la búsqueda de curas pederastas de hace 50 años o de los inexistentes bebés robados por las monjas hace 40, tal y como El País reconocía hace unos días.
Y el otro, el comunicador, tiene una insufrible tendencia a buscar los huecos por los que colar justificaciones a todo aquello que dañe a la derecha o perjudique a la izquierda, con un relativismo que yo mismo sufrí.
Évole, capaz de convertir en una epopeya la «pobreza energética» cuando la luz sube un 5 por ciento con Rajoy pero sordomudo si lo hace un 100 por cien con Sánchez; no tiene ningún problema en charlar con Arnaldo Otegi de todo, pero se negó a hacerlo conmigo sobre violencia machista, en La Sexta, si antes no pronunciaba yo la palabra «heteropatriarcado» como causa de toda ella. No lo hice, claro: nunca pronuncio por principio términos de más de cuatro sílabas, con la única excepción de ornitorrinco, para hacer la copla subsiguiente.
Hechas las presentaciones, vamos con la trama. A las entrevistas les ocurre como a las negociaciones políticas: se pueden y se deben hacer todas, aunque sea acudiendo al infierno para reunirse con Satán.
Pero no se pueden hacer de cualquier manera: no es lo mismo reunirse con ETA en Suiza para comprobar si está dispuesta a rendirse incondicionalmente que hacerlo en Ginebra, con Puigdemont, para conocer el precio que él le pone a tu rendición.
Y no es lo mismo darle dos horas a Josu Ternera para humanizar al monstruo, como muchos temían, que para retratarle ante los féretros de los niños de Vic o Zaragoza, el cadáver de Miguel Ángel Blanco o la delgadez de Ortega Lara al salir del zulo, similar a la de un judío liberado por los americanos en Auschwitz.
Évole hace lo segundo, y saca de su guarida al monstruo para, entre carraspeo y carraspeo, enfrentarle a su espejo y verse como es: un vulgar matón que recubrió con una causa falsa e irrelevante su crueldad contra gente inocente y amenazó una democracia incipiente.
La satisfacción de la entrañable víctima que abre y cierra el documental, un humilde policía local ametrallado en el mismo atentado que le costó la vida al alcalde de Galdácano en 1976, es suficiente para concluir que, con todas las dudas y riesgos iniciales, Évole ha hecho un gran trabajo que, simplemente, muestra quiénes son los malos y quiénes los buenos.
Y demuestra algo más, quizá involuntario para el autor, pero inevitable en todo caso: la lamentable política de Sánchez, deudora de la de Zapatero, en lo relativo al fin decente del terrorismo. Todo lo que no acabe como el documental de Évole, con la emoción de la víctima y la vergüenza del verdugo, equivale a auxiliar a los segundos y a sus mentores políticos.
Y viendo los pactos del PSOE en Pamplona, Navarra y el Congreso, indispensables para que Sánchez sea presidente, es obvio que Otegi no se siente como Ternera, aunque sean lo mismo.
La película de Évole es una correcta aproximación al relato de esos años, sin la altura moral de Iñaki Arteta pero con una honestidad plausible. Lo que Sánchez hace, por el contrario, es aceptar de nuevo un insoportable impuesto revolucionario.
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