Shemá, Israel
El gobierno español también combate. Combate a favor de la impunidad de los asesinos, de los violadores, de los profanadores, de los secuestradores de Hamás
Los ciclistas rodaban, festivos, por el carril central de la Castellana. Ayer, 12:30. Al bordear la concentración de los judíos madrileños, hacían alegremente el gesto –dedo pulgar apuntando abajo– que sentenciaba la ejecución en los circos romanos. Pero no, los ciclistas madrileños no eran patricios aburridos a la espera de sus dosis de vísceras. Ni eran neonazis sedientos de sangre. Ni siquiera eran saludables viejos nazis retornados sobre la máquina del tiempo en la impaciencia de arribar a un nuevo Auschwitz. No. Eran jóvenes devotos del culto a la pulcra naturaleza. «Ecologistas», creo, que llaman a esa estirpe.
Yo evocaba, justo en ese momento, el mandato de Paul Celan, el más grande poeta judío del siglo veinte:
«Pon tu bandera a media asta,
memoria.
A media asta
hoy para siempre».
Y buscaba dar voz lo esencial: que no es la de Israel la bandera que ha de ser plegada hoy en el duelo de la media asta; que es la nuestra la que se ha inclinado bajo el peso de su vergüenza. Israel combate. Y una guerra se gana o se pierde. Bandera en alto. Aquí, en España, toleramos el bochorno de un gobierno que se ha hecho cómplice de lo peor. Y que, al humillarse a sí mismo, nos humilla a todos cuantos con nuestros impuestos financiamos sus desmanes en beneficio de la banda de asesinos más despiadada de nuestro presente: la que impuso su teocracia en Gaza. Igual que los elegantes asesinos de salón a los que Celan interpelaba, también éstos de ahora «juegan con serpientes». ¡Si, al menos, sólo los mordieran a ellos!
El 7 de octubre pasado fue un retorno a los tiempos más atroces. También, los menos imaginables. No, no fue una operación terrorista. La crueldad de Hamás se remonta a la lógica de los grandes pogromos: los Cmielnicki en la Polonia de 1648, por ejemplo. 1.160 asesinatos in situ, profanación de cadáveres, violaciones masivas, 240 secuestrados, de los cuales unos han muerto, de los otros nadie sabe el destino.
El ejército de Israel combate, desde ese día, contra la impunidad de los asesinos y por la liberación de sus conciudadanos. No dejará de combatir hasta que el último secuestrado haya sido devuelto a los suyos. Y hasta que el cadáver del último asesinado repose en su tierra.
El gobierno español también combate. Combate a favor de la impunidad de los asesinos, de los violadores, de los profanadores, de los secuestradores de Hamás.
Y, sí, conviene que sepamos qué soldados se están jugando sus vidas por una libertad que es la de todos nosotros: también la de los ecológicos ciclistas del pulgar apuntando al suelo. Y qué gobierno se ha rendido aun antes de recibir el primer golpe. No defendemos a Israel. Nos defendemos a nosotros mismos. Frente a una barbarie que no conoce límites.
Sartre, en 1954 escribía que «el destino de cada judío es el destino de cada uno de nosotros», que nadie pude considerarse seguro «mientras un judío, en Francia o en cualquier lugar del mundo, tenga que temer por su vida». Tres cuartos de siglos después, todo sigue igual. Y el antisemitismo permea por igual a corruptos gobernantes y a joviales ecologistas.
Aprendí –yo era casi un niño– algunas de las cosas esenciales en aquel Sartre a quien leí mediados los años sesenta. Aprendí que, incluso aquel que tan sólo a la libertad rinde culto, debe pararse a escuchar la voz de lo sagrado abrirse paso en un mundo sin sentido. Porque en esa voz, más que en ninguna otra, habla el dolor de cuantos somos humanos y, por tanto, precarios: Shemá, Israel: Adonai Elohéim, Adonai Ejad. «Escucha, Israel: el Eterno, Dios; el Eterno, Uno»