Santiago Segura y el artisteo criptoconservador
Requiere una valentía notable y un bolsillo bien cubierto hacer lo que ha hecho Santiago Segura: mandar «a cagar» a sus colegas de la censura «progresista»
Reza una famosa cita que una persona que de chaval no es socialista no tiene corazón, pero quien sigue siéndolo de mayor, es que no tiene cerebro. Suele ocurrir así. Cuando uno comienza a asumir responsabilidades y a pagar facturas va recibiendo un baño de realidad, que acaba alejando a mucha gente de los engañosos clichés justicieros de la izquierda, porque en la práctica no funcionan.
A sus 59 años y con dos hijas, el gran Santiago Segura, el inteligente hijo de un obrero de una fábrica de tuercas de Carabanchel, parece haber completado una de esas evoluciones que te llevan del mito seudo marxista al realismo liberal-conservador. En la primera Guerra del Golfo, Santiago fue uno de los actores que convirtieron los Goya en un sonado «¡no a la guerra!» contra Aznar. En 2011 todavía apoyaba las protestas de los conocidos como «indignados». Pero ahora se ha caído del caballo y literalmente ha mandado «a cagar» al «progresismo» censor.
La izquierda domina con puño de hierro el mundo de la farándula, las artes y la universidad pública. Así que quien osa sacar un pie de los márgenes de lo correcto no sale en la foto. Pero Santiago ha tenido mucho éxito con sus Torrentes, con su saga familiar «Padre no hay más que uno» y con sus apariciones televisivas. Goza de la libertad que otorga el aplauso del público en el libre mercado y un bolsillo bien protegido, por lo que se puede permitir decir lo que piensa, un raro lujo en su gremio.
Segura se ha cabreado por las críticas de los censores de izquierdas a su amiga María Luisa Gutiérrez, productora de la exitosa La infiltrada —que versa sobre la lucha de una policía secreta contra ETA— y también de las comedias familiares del propio Santiago.
Los Goya podrían definirse así: son unos premios de cine en cuya gala solo se critica al Gobierno si es de derechas. María Luisa Gutierrez no criticó directamente al Ejecutivo, no llegó a tanto. Se limitó a elogiar la lucha policial contra ETA, a recordar a las víctimas, a defender la libertad de expresión y a señalar que la memoria histórica también debe recoger los hechos recientes (léase la ola de asesinatos del terrorismo separatista vasco).
Y solo por eso la han puesto a parir desde el coro biempensante. Su problema estriba en que en el auditorio, escuchando su discurso, estaba sentado un presidente que se ha asociado con el partido de ETA, que impone una memoria maniquea, amnésica con los crímenes de la izquierda y el separatismo, y que no tolera la libertad de crítica ni la discrepancia ideológica. Estamos ante el primer mandatario de nuestra democracia que acosa sin cortarse a jueces y periodistas y que sanciona ley en mano a quienes se atreven a contar una historia del siglo XX español que difiera de la que ordena el régimen de la «coalición progresista» que forman socialistas, comunistas, filoetarras y golpistas catalanes.
Ha estado estupendo Santiago Segura saliendo a defender sin ambages a su amiga en una entrevista con otro disidente, el barcelonés Albert Castillón, cuya estrella comenzó a declinar tras leer en Colón el manifiesto de una protesta contra Sánchez. Pero se cuentan con los dedos de una mano —e igual sobran un par— los miembros de la farándula que se atreven a significarse como conservadores, o simpatizantes del centro-derecha.
Durante largo tiempo, en la españa del artisteo solo había dos figuras que se reconocían públicamente como de derechas: la vedette Norma Duval y el fantástico Arturo Fernández, un orgulloso conservador que era hijo de un anarquista represaliado. Hoy, ni eso. La presión de la izquierda, que domina también las televisiones, es tal que abundan los artistas criptoderechistas, que están hasta al zanfoña de Sánchez y de los separatistas, pero que prefieren no significarse. Hay miedo a decir lo que piensas. Esa es la calidad de la democracia española.
Dales, Santiago, que tú puedes. Es decir: sigue diciendo la verdad, porque solo eso resulta ya revolucionario.