Fundado en 1910
Vidas ejemplaresLuis Ventoso

¿Cristianos a ratos?

La corrección del Papa a J.D. Vance sobre la expulsión de inmigrantes destaca una vez más el compromiso del cristianismo con la dignidad de todas las personas

Actualizada 11:46

Una de las muchas grandezas del insuperable mensaje de Jesucristo, que hoy tiene su continuidad y estandarte en la Iglesia católica, es la defensa sin excusas ni cortapisas de la dignidad del ser humano y del valor de toda vida, con un énfasis muy especial en los más débiles.

Por eso cuando sufrimos una ola falsamente «progresista», que presenta la subcultura de la muerte como un triunfo de la modernidad, o incluso como un «derecho», la Iglesia se yergue como un dique que se planta contra el aborto (matar al nacisturus indefenso) y la eutanasia (los médicos a sueldo del Estado matando a enfermos, o a personas que dicen estar cansadas de vivir, con los niños ya incluidos en los países más desalmados de Europa).

Y por eso la Iglesia se opone también a las inquietantes manipulaciones genéticas, que de llevarse a término acabarán con la igualadora lotería de la cuna y crearán en laboratorio unos seres humanos mejorados, que serán los hijos de los más pudientes. Y por eso la Iglesia está siempre y sin apostillas con los pobres, punto estelar del mensaje evangélico, y con los despreciados y excluidos, como nos enseñó Jesucristo con su ejemplo al acercarse a la samaritana y al defender a la Magdalena.

Los seres humanos somos bastante revirados y el credo cristiano nos exhorta a practicar la bondad y fraternidad supremas, por lo que nos resulta muy arduo seguirlo en la práctica. Requiere esfuerzo y abnegación y muchas veces pinchamos. Entre lo que nos pide Jesús y nuestro día a día en este mundo imperfecto se interponen el hedonismo, las tentaciones concupiscentes, la mala leche, la avaricia y hasta algunas orejeras políticas, tentaciones que todos sufrimos alguna vez.

Para soslayar la dificultad de cumplir como católicos, lo que hacen algunas personas es considerarse y presentarse como tales, pero desoyendo ciertos mandatos que no son de su agrado, como si el mensaje de Jesús se pudiese trocear descartando lo que no nos gusta, o no nos conviene. Tal fue la manera de actuar del presidente Biden, de ascendencia irlandesa y por tanto católico, pero que haciendo gala de una incongruencia absoluta era un entusiasta defensor del aborto al tiempo que acudía a Misa.

Un problema similar, aunque con otra materia, le acaba de ocurrir a J.D. Vance, de 40 años, el interesante vicepresidente de Trump. De ancestros irlandeses-escoceses, fue criado como cristiano, pero se alejó de la fe e incluso pasó por una etapa de un engreído ateísmo. En 2019 se convirtió al catolicismo, tras dedicarse durante quince años a estudiar Ciudad de Dios de San Agustín, «un libro que me removió». Vance destaca que «la esperanza cristiana no está enraizada en la conquista a corto plazo del mundo material, sino en el hecho de que es la verdad». Pero al tiempo considera que su catolicismo le ayudará en su labor, «porque mi visión de la política y de cómo debería ser un Estado óptimo está muy alineada con el magisterio social de la Iglesia».

Vance y su jefe, que ha vuelto su mirada a Dios convencido de que lo salvó en el atentado, anuncian un ilusionante plan para vivificar los valores cristianos en Estados Unidos y promover la causa de la vida, pasando página de la enajenación wokista. Pero su postura sobre la deportación de todos los inmigrantes ha suscitado una discrepancia con Roma.

Declararte católico y postular que se expulse a todas las personas que llegan a tus fronteras, sin excepción, puede parecer contradictorio. Vance, un hombre inteligente, que gusta de usar lo que tenemos debajo del pelo, considera que sí es compatible. Lo ha justificado invocando el llamado «ordo amoris», la jerarquía del amor, un concepto desarrollado en el siglo XIII por santo Tomás de Aquino: «Amas a tu familia. Luego amas a tus vecinos, después a tu comunidad, a tus compatriotas… y tras todo eso es cuando ya puedes centrarte en el resto del mundo y priorizarlo», argumenta Vance.

¿Y qué ha pasado? Pues que tras sus palabras el Papa le ha aplicado un correctivo a través de una carta a los obispos estadounidenses. «El ordo amoris que debe ser promovido es aquel que descubrimos meditando constantemente sobre la Parábola del Buen Samaritano, es decir, meditando sobre el amor que construye una fraternidad abierta a todos, sin ninguna excepción», escribe el Papa.

Francisco recuerda en su carta que todas las naciones tienen derecho a protegerse de los criminales, pero añade que no se puede catalogar como tales a todos los inmigrantes ilegales. Considera que «daña la dignidad humana» el hecho de «deportar a gente que en muchos casos ha dejado su tierra por pobreza extrema, inseguridad o explotación». Por último, advierte: «Lo que se construye a base de fuerza, y no sobre la verdad de la igual dignidad de todo ser humano, comienza mal y terminará mal».

Un debate interesante y muy complejo (por ejemplo, la verdad es que Mr. Progressive Obama deportó a muchísima más gente que Trump en su primer mandato). Los países tienen el derecho –y también el deber– de controlar sus fronteras. Y en España, por ejemplo, la situación ha degenerado en un cachondeo, con un descontrol que crea problemas innegables. Pero al otro lado del péndulo también surge un error. Es el de deshumanizar a todos los que llegan, tratándolos como números que hay que deportar y no como personas, una intransigencia que de manera paradójica a veces defienden quienes se presentan como posibles paladines de los valores cristianos.

Una vez más, no todo es blanco y negro. No estaría mal una gran revolución de la moderación y no recaer en las crecidas nacionalistas, que tanto horror y dolor dejaron en las guerras del convulso siglo XX.

comentarios
tracking