En capilla
Mokongo, la semana que viene volverá usted a ser un hombre. Se sentirá hombre. Y lo que va a implantarle el doctor Cardús de Cardás es una auténtica preciosidad. Un combinado de embutido y hortaliza temprana, muy de moda en Cataluña
Acuerdo Total. El gran cirujano Cardús de Cardás reimplantará de nuevo un sucedáneo de hortaliza en el cuerpo de Mokongo. Será la próxima semana. Me va a salir por un congo – y nunca mejor dicho-, pero creo que contribuyo a la felicidad de un nuevo inquilino de La Jaralera. De lo único que no se hace responsable el reputado galeno es de la disfunción en la voz de Mokongo. Cuando habla normalmente, su voz es de pope ortodoxo, pero si grita, le sale tono de tía. Pero todo se andará.

Entre el doctor, Tomás, Miroslav y yo hemos elegido el modelo de pichurrina que le implantará. Perímetro de fuet y unos 15 centímetros de extensión. Para los tolontolón, dos pelotas antiguas de Ping-pong, que según el doctor son más resistentes que las reglamentarias de ahora. Finalizada la reunión, he reclamado la presencia de Mokongo. Tomás encontró ayer el viejo uniforme de Ferdinand, mayordomo del abuelo, que medía casi dos metros. Le sienta de perlas.
-Mokongo, la semana que viene volverá usted a ser un hombre. Se sentirá hombre. Y lo que va a implantarle el doctor Cardús de Cardás es una auténtica preciosidad. Un combinado de embutido y hortaliza temprana, muy de moda en Cataluña. Pelotas de ping-pong resistentes y duraderas, y no sigo, Mokongo, porque vomito del asco que me está dando figurarme su intervención. Me cuesta un potosí, pero creo que es una buena inversión. Tiene usted aspecto de leal trabajador. Cuando sea dado de alta, pasará a servir a las órdenes de Miroslav, mi Jefe de Seguridad, antiguo coronel serbio, al que tendrá que ganarse día tras día. Aborrece a los negros y no se fía de los trans.
— Señor marqués. No le defraudaré. Mi ilusión, en unos meses, es hacerme merecedor al puesto de guarda de Modesto, que según tengo entendido, se jubila. Creo que tuvo amores con un compañero de raza, Bubu o Bubulú, y que usted lo defendió del ataque de su señora madre.
— En efecto. Mi madre tenía un Mamámóvil, copia del Papamóvil que usó San Juan Pablo II en su primer viaje a España, y paseaba por los carriles de la Jaralera los días de primavera. No le había contado que había contratado a Bubú, al que sorprendió en el puente de los plumbagos jugando sólo al «topetón topetón».
¿Y cómo es ese juego?
Muy divertido. Consiste en practicar carreritas sobre el puente, y cuando, llevado por la corriente, pasa un pez, hay que dar un salto y gritar «topetón, topetón, tarantín, pon pon».
¿Y?
Nada más, es un juego de familia que inventó mi tío Potito, que era completamente tonto. Pero lo malo no fue que Bubú estuviera jugando al «topetón, topetón». Lo malo es que Mamá, después de ordenar a Manolo, su chófer, que detuviera el Mamámovil, se enfrentó a Bubú.
¿Qué hace usted, africano? Esto es una propiedad privada.
Soy empleado del marqués de Sotoancho.
Jamás un Sotoancho ha admitido entre sus empleados a un negro.
Pues a mí, sí. Soy el guarda ayudante de Modesto.
Mi madre se puso como una fiera, y en casa me anunció que se mudaba a vivir a Jerez.
Imposible, Mamá. Hemos vendido tu casa de Jerez. Se estaba cayendo. Aquello fue tremendo. Y Mamá dejó de pasear en el Mamamóvil.
–Cualquier día me encuentro en el Cerrillo de la Infanta Eulalia, a Tarzán, con la cochina de su novia y la mona.
–Así que ya sabe usted dónde se la juega, Mokongo. Si mi madre viviera, a usted no le pondrían el pitilín ni en un sanatorio cladestino.
Le avisaré con tres días de antelación. Alimentación sana y medicación preventiva. Le intervendrán en el Hospital «María Jesús Montero» de Sevilla. Y en treinta días, con todo pegadito y en su sitio, usted volverá a sentirse hombre, aunque la salga esa voz tan rara cuando grita.
— Es usted un santo, señor marqués.
— De altar de tronío, Mokongo.
— ¿Y podré hacer chichirrín con las mujeres?
— Los chichirrines que quiera.
— Me muero de la ilusión… y de gratitud.
— En un mes, de nuevo guerrero makelelo, Mokongo.
— ¿Cómo se lo podré agradecer?
— De momento llevándome aúpa al salón.
— Aúpa, señora marqués.
— Aúpa, Mokongo.