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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Mujer

Compartió su premio con la Fundación de Víctimas del Terrorismo y Covite, se acordó y citó a la familia de Gregorio Ordóñez, y dirigiendo su mirada al lugar que ocupaba el marido de Begoña Gómez, le recordó «que también la memoria Histórica está para la reciente Memoria de España»

Actualizada 01:30

Cuando la banda terrorista ETA, en lugar de gobernar con Sánchez, asesinaba a un centenar de inocentes por año, los titiriteros, los de la Ceja, los gorrones de los impuestos de los españoles, los subvencionados, los faltos de talento, acudían presurosos al Festival del Cine de San Sebastián. Se hospedaban en el Hotel María Cristina, en la desembocadura del Urumea a la Zurriola, los clubes de la Bella Easo les abrían las puertas, y los grandes restaurantes de San Sebastián y sus alrededores se llenaban de chulos del sistema para disfrutar de los changurros, y demás delicias de la cocina tradicional vasca. De la Reina María Cristina, que en San Sebastián es palacio —Miramar—, hotel —el María Cristina—, puente —del mismo nombre—, y monumento en los jardines de Ondarreta, pasaban al Teatro Victoria Eugenia, así denominado por la Reina Victoria, esposa del Rey Don Alfonso XIII, y no en homenaje a Victoria Eugenia Otegui o Arzallus, que no existieron, a Dios gracias. Y durante el festival, nadie del cine se atrevió a enfrentarse de palabra con los terroristas de la ETA, representada en la organización e invitaciones especiales del certamen. Nadie. Todos calladitos, mostrando sus conchas —en el sentido español y no argentino— de los moluscos, y llorando de emoción —son muy llorones los del celuloide—, cuando eran premiados. Tenían a los etarras en el salón, y ningún cineasta español tuvo el coraje para dirigirse a ellos y decirles lo más suave que se le puede decir a quienes se dedicaban a secuestrar y asesinar inocentes, muchos de ellos guardias civiles y policías nacionales cuya sangre derramada honra el asfalto de aquella ciudad maravillosa que dejó de serlo. La cobardía o la complacencia, porque algunos callaron por temor, pero la mayoría lo hizo porque en el fondo, desde su podrido odio, estaban más cerca de los que mataban que de los que morían.

Con los Goya, lo mismo de lo mismo. Se celebraba la fiesta de los ombligos. El mundo del cine, del cine rojo, es una aglomeración de ombligos incapaces de escapar de su mínima hondura. Se premiaban, se aplaudían, lloraban —insisto, el sollozo es fundamental para mantener su 'caché'—, y hasta el guateque del año siguiente, con los bardemes, almodóvares, aitanas, tosares y demás plomos derretidos. Pero este año, de golpe, sin que estuviera programado, ha intervenido una mujer. Una mujer rubia, elegante, vestida de negro, y que, en tres minutos, ha hecho más por el cine español que todos los pesebristas juntos durante años.

Miguel Ríos había soltado el tópico progre de Palestina, otro habló del derecho a la vivienda con Sánchez presente, que no ha construido ninguna en siete años y defiende a los «okupas», cuando le tocó el turno a María Luisa Gutiérrez, co-productora con Santiago Segura de la película «La Infiltrada», que narra el heroísmo de una joven policía nacional que se infiltra en la ETA para informar a las FSE de sus movimientos. Esta policía trabaja, como una más, en una comisaría, sin darse importancia ni buscando la gloria que merece. Pero me refiero a la mujer de negro. Ante un atónito Sánchez y un auditorio que, al menos durante tres minutos, se creyó en un acto equivocado, la mujer, la mujer de negro, defendió la labor de las Fuerzas de Seguridad del Estado, su heroísmo contra la ETA, y sin aspavientos ni interpretaciones, habló de la libertad de expresión. Compartió su premio con la Fundación de Víctimas del Terrorismo y Covite, se acordó y citó a la familia de Gregorio Ordóñez, y dirigiendo su mirada al lugar que ocupaba el marido de Begoña Gómez, le recordó «que también la memoria Histórica está para la reciente Memoria de España». Al marido de Begoña Gómez le sentó muy mal aquel recordatorio justo y valiente, firme y sin vacilaciones, y expresado serenamente, sin lloros folclóricos.

Tres minutos y al final, al menos la mitad de los presentes, le dedicó la mayor ovación de la noche.

Una mujer. La mujer.

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