Ya es pasado
En España, ese tipo de películas no se exhibían. Música agradable de fondo y ausencia de diálogo. No era sólo una rubia la que se movía en pelotas por la playa. Reía y jugaba con otras amigas, que estaban buenísimas. Disfruté sobremanera de aquella gran producción danesa
Envidiar el presente y el futuro de tus semejantes entra en la normalidad cuando se nace y se vive en una nación maravillosa, España, que es a su vez, el paraíso de la envidia. Pero sentir envidia por situaciones del pasado es una tontería. No es mi deseo que los de la cáscara amarga sufran en exceso. Aquello sucedió el 13 de febrero de 1970, 55 años atrás. Fecha inolvidable.
Mi infancia y juventud fueron más que felices. Mis padres, comprensivos y generosos. Y éramos diez hermanos, muy diferentes, pero nos llevábamos muy bien. Los seis menores, Ignacio, Jaime, Alfonso, Javier, Gonzálo y Álvaro, jugábamos al fútbol de cine mudo. Y en nuestro campo de fútbol de hierba en La Moraleja, nuestro equipo era invencible. Pero este dato nada aporta al artículo. En febrero de 1970, nuestros padres decidieron convidarnos – no era la primera vez–, a viajar a Londres y París. Londres, destino principal, y París, ya de vuelta, para que nuestro patrón, al que le gustaba comer muy bien, nos llevara a los mejores restaurantes de París. No pretendo herir la sensibilidad de los de la cáscara amarga, pero así era. Gracias a esas incursiones gastronómicas conocimos «Le Grand Vefour», la «Tour D´Argent», «Maxim ´s» «Lukas», y otros templos de la cocina francesa, que muy bien, pero tampoco eran para tanto. Lo importante era Londres.
Éramos muchos. Mis padres, nuestras hermanas Faina y Rocio y los seis pequeños, pero ya creciditos. Ocupábamos media planta del Hotel Hyde Park, en Knightsbridge, a dos pasos de la «Scotch House» y de «Harrod´s». Y al llegar a nuestras habitaciones, ocupadas de dos en dos, nos encontrábamos sobre las almohadas unos sobres con nuestros nombres y una suculenta cantidad de libras. Entiendo que puedo estar molestando a los resentidos, pero no puedo cambiar los felices momentos de mis ayeres.
Y al día, siguiente, todos a la calle, a hacer compritas. Cada uno por su lado, que por bien que nos lleváramos, jamás fuimos rebaño.
Me dirigía a las «Burlington Arcade» a comprar corbatas y jerseys de «cashmere» –perdón, lo siento–, cuando en la acera enfrentada me fijé en una cartelera de cine. Se trataba de la mejor película que vi durante mi juventud. «Una Rubia en la Playa», de producción danesa. Primera sesión a las 10 de la mañana. Abandoné la idea de las corbatas y los jerseys, y adquirí mi localidad por diez chelines. En los cines ingleses se permitía fumar, y ese detalle nos ilusionaba mucho a los españoles. En España, ese tipo de películas no se exhibían. Música agradable de fondo y ausencia de diálogo. No era sólo una rubia la que se movía en pelotas por la playa. Reía y jugaba con otras amigas, que estaban buenísimas. Disfruté sobremanera de aquella gran producción danesa. Y sentí deseos de matar a los chicos que jugueteaban con las chicas en la orilla y se abrazaban después de nadar. Por desgracia, todo lo bueno acaba. Finalizó la primera sesión y se encendieron las luces de la sala. Éramos diez los espectadores. Dos de ellos, por su manera de hablar, se me antojaron griegos. Un portugués, amabilísimo, que repitió sesión, un inglés somnoliento y cada uno en una fila diferente, los seis hermanos Ussía. Lógicamente, nos avergonzó un poco la familiar sincronía, pero al abandonar la sala, todos coincidimos en la suprema calidad de la cinta y en la ventaja de la carencia de diálogos. Lo que vimos, no necesitaba explicación. Posteriormente, cruzamos «Piccadilly Street» y nos dispersamos de nuevo en las «Burlington Arcade», en una de cuyas pequeñas tiendas adquirí una gabardina con forro interior carmesí que aún cuelga de mi armario, si bien con muy moderado uso porque, o ella ha menguado con los años, o mi persona ha aumentado de perímetro ventral.
Y todo eso, un simple 13 de febrero de 1970. Lo narro con toda la sencillez y modestia posibles y probables. A partir de aquel viaje y de «Una Rubia en la Playa», nuestras costumbres experimentaron un brusco cambio, y los seis hermanos menores abandonamos la práctica del fútbol.
Lo pasamos muy bien.