Fundado en 1910
Perro come perroAntonio R. Naranjo

Holocausto climático

Antes de que lleguen otros apocalipsis otoñales, detengámonos en el estival

Aún recuerdo, y ustedes también, aquellos veranos de antes. En pleno mes de agosto dormías con la ventana cerrada, una colchita y por noches una manta fina, el frescor te dejaba comer ocasionales guisos de cuchara y vestías con frecuencia pantalón largo y un jerseicito de punto.

Aquellos veranos, en Finlandia.

El País dedicaba hace un par de lunas una parte de su portada a esta especie de holocausto climático que llena las pantallas de termómetros disparados, de señoras al borde del mareo y de trucos caseros para sobrevivir, en un carrusel estival de contenidos supuestamente pedagógicos que en realidad pretenden, como el resto del año, asustar al espectador: si ha tenido la fortuna de sobrevivir a una larga temporada de asistentes domiciliarias psicópatas o falsos amantes virtuales ladrones, agosto acabará con usted y le derretirá como una vela de cera prendida. De esta ya no sale, seguro.

El periódico titulaba su crónica apocalíptica de esta guisa: Confinados por el calor: «Nos robaron el verano. Quiero que llegue octubre». El texto posterior era una sucesión de penalidades climáticas nunca vistas en España, donde como todo el mundo sabe lo normal eran los julios noruegos y los agostos daneses hasta que el fascismo negacionista lo estropeó: un señor de 60 años que procuraba no hacer ejercicio al mediodía, otro que pasó más calor en Badajoz que en Egipto y una mamá más que no sacaba al parque a su bebé hasta que caía el sol.

Escenas todas ellas inéditas, porque en España nunca hizo calor en verano y nunca se tuvieron que adoptar medidas tan radicales para sobrevivir: si alguno de ustedes tuvo una madre como la mía y pasó su infancia estival con las persianas bajadas, limonada en la nevera, algún ventilador en el salón, horarios de juego sincronizados con la posición del sol, precisas instrucciones para detectar las rutas con sombra y una dieta de gazpachos, ensaladillas, carnes a la plancha o helados, que sepa que le torturaron porque nunca fue necesario tomar precauciones porque, hasta ahora, nunca hizo calor de verdad. Nos robaron la infancia, amigos.

La frase que resume tanto histerismo es fácil de detectar: «Nos robaron el verano». Presenta la mentira, un inexistente estío benévolo en el pasado, y señala al difuso culpable, que somos todos aquellos que reconocemos la existencia del cambio climático, tan evidente como la rotación de la Tierra o la fotosíntesis de las plantas, pero se nos activa una mosca detrás de la oreja cuando la Intendencia «progresista» señala unas causas discutibles y propone unas soluciones cuestionables.

En la Edad Media y en la época romana hizo el mismo calor o más que ahora, lo que sugiere el carácter cíclico e inevitable del calentamiento global, agravado sin duda por los hábitos de civilizaciones industriales y tecnológicas, pero compensado también precisamente por esas herramientas salidas de la misma modernidad.

Nada que objetar al estudio científico de la magnitud del cambio, del análisis de sus circunstancias y de sus efectos y de la razonable puesta en marcha de medidas paliativas sensatas, fáciles de entender y de aplicar sin romper nada ni cambiar lo sustantivo del comportamiento humano.

Pero, oigan, sin asustar al personal, sin sumergirle en un parloteo apocalíptico plagado de conceptos bélicos como el de «refugio climático», sin achacar al calor toda muerte ocurrida en verano, sin criminalizar de repente el uso del coche y, sobre todo, sin amedrentar al personal para implantar las políticas estrictamente ideológicas de tanta Teresa Ribera, tanto Pedro Sánchez, tanta Greta Thunberg y tanta Agenda 2030, mientras los países contaminantes de verdad, desde China a Rusia pasando por Estados Unidos, se pasan las filípicas por debajo del ombligo.

En el pasado tuvimos la suerte de poder viajar cinco personas en un Renault 12 o un Seat 1430 sin aire acondicionado, por carreteras de cabras y llegar al destino milagrosamente vivos. Y aunque ya sabemos que de aquella los veranos eran nórdicos y había que parar de cuando en cuando a tomar un caldito, en ocasiones nos pareció haber pasado calor. Será un sueño, claro, porque los finlandeses no sabemos sudar.

comentarios
tracking

Compartir

Herramientas