Jumilla
Sánchez busca otra pelea en lugar de un debate inaplazable sobre el encaje islámico en Europa y las consecuencias de la inmigración masiva
El Gobierno ha vuelto a utilizar un asunto doméstico de un pequeño rincón de España, Jumilla, para deformarlo hasta la náusea y, una vez manipulado, convertirlo en categoría definitoria de cómo es la derecha española, ultra y racista, y cómo sería el país si cayera bajo las garras de PP y Vox.
Como el relato del miedo a la ultraderecha no funcionó con Franco, aunque deja un inquietante aroma guerracivilista en cada intervención del nuevo Largo Caballero pasado por las saunas del suegro; ni tampoco con la guerra de géneros, lastrado por la caterva de puteros y acosadores del entorno de Sánchez; intentan ahora convertir la xenofobia en el banderín de movilización de sus supuestos seguidores y de descalificación de la alternativa a la caterva nacionalpopulista que tiene intervenida a España, con sede oficial en La Moncloa y operativa en Waterloo.
Ya de entrada parece una mala idea electoral, por mucha amplificación mediática que logre en la Brunete sanchista: ya pueden llamarlos racistas, que millones de españoles de derechas y de izquierdas no van a dejar de pensar que la inmigración irregular masiva es un problema y que la extensión de islam en barrios y ciudades plantea problemas de toda índole frente a los que no puede cerrarse los ojos.
Sánchez quizá pueda hacer subir a lo que él y los suyos llaman «ultraderecha» con la misma frivolidad, pero en sentido inverso, a la que presentan a los proetarras de Otegi como «fuerza progresista»; pero en ese viaje él no tendrá ganancia alguna y simplemente hará más dependiente al PP de VOX, algo que tan poco preocupa especialmente a sus bases: si el único objetivo del malandrín del PSOE es hacer más difícil el trasvase de votantes de sus filas a las de Feijóo, le pasará lo contrario que al almirante Méndez Núñez en la guerra del Pacífico, allá por 1865, y se quedará sin honra y sin barcos. Esto es, con un Gobierno respaldado por al menos 200 diputados y un PSOE merecidamente hundido en uno de sus peores resultados históricos.
Una vez más, la política de Estado renuncia a liderar un debate social legítimo y quienes deberían guiarlo se transforman en burdos hooligans creadores de mantras con los que atender un único objetivo, estrictamente electoral, en lugar de encabezar una propuesta sensata, reconocible y decente en respuesta a la incertidumbre ante el futuro alojada en la calle. Y especialmente en las ciudades y barrios más humildes.
Y esa preocupación, que se extiende también por Europa, se debe al incremento de la inmigración irregular; al efecto que ello tiene en la subida de la delincuencia grave (asesinatos, violaciones, violencia extrema o tráfico de drogas) y a la inclusión en ese fenómeno del desafío de integrar en un marco cultural occidental a amplios colectivos procedentes de latitudes con valores medievales.
Sustituir la gestión de ese problema, que lo es objetivamente pero no dejaría de serlo aunque fuera solo una sensación extendida, por otra catarata de demagogia frentista para alentar el fantasma de la «ultraderecha» solo es otra prueba de la catadura personal de Pedro Sánchez, que a falta de una propuesta solvente para liderar a un país, intenta compensar su obsceno sometimiento a Puigdemont y Otegi; su fracaso económico maquillado con la manipulación de las cifras oficiales o su pandemia de corrupción y prostíbulos con una táctica frentista parvularia: yo seré un traidor y los míos unos corruptos y unos puteros, pero eso es mejor que sustituirme por una mezcla de Santiago Matamoros, José Bretón y Primo de Rivera, viene a decir con infinita estulticia y hedor a perdedor.
El propio Sánchez ha suscrito en Bruselas la política migratoria que en España tilda de fascista y su colega socialdemócrata de Dinamarca es la mayor exponente europea de ella, por encima de la italiana Giorgia Meloni. Porque todos saben que la inmigración irregular y masiva es insostenible y que las deportaciones son inevitables, entre otras cosas para dejar de batir récords de muertes en el mar.
Y porque saben, también, que el problema no es ser musulmán, sino no querer ser a la vez europeo, con lo que eso comporta de aceptación del código ético, legal y cultural que más prosperidad ha concedido a la humanidad. Pero al pequeño sátrapa de La Moncloa nada de eso le importa: si sobrevivir es la única manera de esquivar su desalojo y una visita al Tribunal Supremo, siempre hará lo que haga falta para lograrlo. Aunque deje a su paso la hierba como Atila.