Una España de vagos y pobres
El Gobierno presume de crecimiento, pero lo único que aumenta es la pereza y la dependencia en un país mortecino
La agencia Efe difundía hace pocos días un dato del que el Gobierno se siente especialmente orgulloso: 2.3 millones de ciudadanos se benefician en los casi 800.000 hogares perceptores del Ingreso Mínimo Vital, el subsidio al que aspiran el doble, de momento sin éxito.
La cifra juega en la misma liga que la del pavoroso incremento de la pobreza infantil, la sangrante equiparación de la renta disponible actual con la de hace dos décadas, el mayor nivel de paro de Europa, la consolidación del empleo precario por temporal, sueldo reducido, a tiempo parcial o todo ello a la vez o, por no citar más tragedias, el horroroso aumento de la presión fiscal y pese a ello de la deuda pública.
Son evidencias contables todas ellas, incompatibles con el discurso de la prosperidad que, con la ligereza habitual y las trampas contables ya endémicas, el Gobierno larga con el presidente a la cabeza y todos sus corifeos en modo papagayo: somos los que más crecemos, los que más empleo nuevo aportamos y, en fin, vivimos uno de los mejores momentos de la historia reciente de España.
Las mentiras se desmontan casi solas, pero un breve estudio de la letra pequeña de cada salmo triunfante remata el trabajo: ¿Cómo es posible que batamos el récord de gasto en subsidio de desempleo si a la vez tenemos las cotas más altas de afiliación a la Seguridad Social? ¿Por qué las horas trabajadas efectivas no suben? ¿Cómo se explica que no pare de crecer el número de dependientes de algún tipo de paga en esa España próspera que crece como nadie y es la envidia económica del mundo?
La realidad es que, salvo en el imaginario del Gobierno, en la propaganda de sus altavoces y en la manipulación obscena de las estadísticas; España se ha convertido con Sánchez es un infierno fiscal para la mitad del país y en una inmensa sopa boba para la otra: a una la exprime con crueldad y a la otra le da migajas, fruto de ese esfuerzo, para lograr una cierta lealtad electoral.
Presentar como un éxito la concesión de ingresos vitales sin hacer nada es el resumen de esa política clientelar suicida que empobrece a la fuerza productiva y alimenta la España subsidiada, donde se intenta generar un caladero de voto cautivo incompatible con el desarrollo auténtico del país.
Hoy se ha convertido en norma lo que antes era excepción y provocaba vergüenza propia: rechazar un puesto de trabajo y, al mismo tiempo, exigir un subsidio.
Hoy hay más gente que nunca que, estando en edad de trabajar, prefiere no hacerlo y vivir entre pagas y cobros en metálico, profesionalizando incluso en familia la obtención de esos subsidios por múltiples causas que, sumados, otorgan al hogar una cifra conjunta suficiente para ir tirando.
Y hoy vemos empleos sin cubrir en sectores como la construcción, el campo o la hostelería, sin duda duros y exigentes, que se cubren con la importación de inmigrantes de Marruecos en campañas como la de la fresa de Huelva, pese a que en la provincia hay cerca de 31.000 personas en el paro.
Si a todo esto le añadimos el absentismo laboral, con más de un millón de personas faltando a su trabajo cada día; la brutal subida de los costes laborales con la excusa de elevar el Salario Mínimo Interprofesional; o el despilfarro de los Fondos Europeos en baratijas infames que no cambiarán el modelo productivo basado en la inmigración y el turismo; la conclusión es desoladora: España es un país que castiga al empresario, incentiva el subsidio, renuncia a la industria, la tecnología y el sector primario y quiere convertir al Estado en el gran interventor de la economía y la sociedad.
Con un resultado al alcance de cualquier observador decente: somos la mejor fábrica de vagos y de pobres de Europa. Pero vamos como un cohete, dicen, aunque en realidad no pasemos del petardo.