Los temas de los que no hablamos (II): la disrupción sistémica de la IA
Para mí, el enfoque adecuado ante este panorama no es tanto pensar en qué empleos van a desaparecer, sino en qué habilidades van a permanecer; pensar en aquello que sí va a hacer falta en esta nueva era en la que nos adentramos
Continúo con esta serie de artículos veraniegos sobre temas que van a marcar el futuro económico y social de España, pero que rara vez ocupan portadas, debates políticos o tertulias. El primero fue sobre el colapso poblacional. Hoy toca otro asunto que también va a acarrear graves consecuencias: la disrupción, ya real, de la Inteligencia Artificial (IA).
Es verdad que la IA es la palabra de moda. Todo el mundo habla de ella: en redes, en eventos, en informes corporativos o simplemente en charlas de bar. Cada vez son más los que ya incorporan ChatGPT o herramientas similares a su rutina de trabajo y exploran sus posibilidades. Pero, más allá de estos usos micro, no veo aún conversaciones de escala, conversaciones de alcance sistémico. ¿Qué pasa cuando millones de personas pierdan su empleo actual? ¿Qué hacemos cuando decenas de profesiones se vuelvan redundantes? ¿Qué pasa con todas esas carreras universitarias que ya no tendrán salida profesional en cinco años? ¿Cómo vamos a gestionar estos grandes movimientos laborales y educativos?
La disrupción no es una teoría; ya ha empezado. Cada vez más despachos están dejando de contratar a abogados junior porque las revisiones de los contratos ya los genera un sistema. Muchos bancos están automatizando sus modelos financieros, prescindiendo de analistas picando números. Las agencias de medios generan copys, imágenes y hasta campañas enteras con IA. Y en los departamentos de atención al cliente, las máquinas no solo contestan; entienden y resuelven.
Luego vendrán otras capas. En sanidad, en logística. En diseño. En ingeniería. En todo. Según McKinsey, hasta el 30 % de las horas de trabajo en Europa y EE.UU. podrían ser automatizadas antes de 2030. A nivel global, se estima que hasta ¡800 millones! de empleos serán desplazados por la automatización para 2030. ¡Para 2030, no para final de siglo ni ningún tiempo remoto!
No pretendo hoy ser apocalíptico, ni siquiera negativo, al hablar de la IA. Creo que las ganancias de productividad y eficiencia que va a generar serán inmensas y positivas, como en cada revolución tecnológica anterior –desde la máquina de vapor hasta internet, desde la electricidad hasta la robótica. Sin embargo, estas ganancias no saldrán gratis. Como en todo cambio, hay que pagar un precio, hay que adaptarse, y esa adaptación suele plantear retos. Y, en este caso, el cambio es diferente a cualquiera visto antes, por su escala y su velocidad.
Millones de personas, miles de profesiones, enteras generaciones de trabajadores y estudiantes se verán afectadas en menos de una década. No hay precedente. Pero, pese a todo este tsunami que se nos viene encima, como comentaba al principio, no escucho conversaciones de alto nivel, conversaciones sobre la arquitectura del sistema, sobre cómo vamos a gestionar este cambio. Ni en la política, ni en los medios, ni en los foros empresariales. Alguna cosa, quizá, en privado, en alguna empresa. Pero nada parecido a un plan nacional. Ni siquiera a una inquietud compartida.
Y, sin embargo, va a haber que lidiar con ello en muchos y múltiples frentes. Hay dos ámbitos que considero especialmente delicados. El primero: el reciclaje de millones de trabajadores. Gente de 40, 50 o 60 años que verá cómo su puesto se vuelve prescindible y tendrá que aprender nuevas habilidades en tiempo récord. ¿Estamos preparados para eso? ¿Qué instituciones van a hacerlo posible? ¿Cómo vamos a gestionar la transición de todos estos trabajadores hacia otros roles? ¿Cómo les vamos a dar las herramientas para que puedan salir adelante?
Y el segundo, estrechamente unido: el sistema educativo. Porque, si muchos de los roles tradicionales se desvanecen, habrá que repensar profundamente qué enseñamos y para qué (también el cómo, aunque eso lo dejo para otro día). Por ejemplo, ¿vamos a necesitar a miles de graduados en Derecho cuando ya no haya apenas trabajos de juniors en los bufetes? ¿Vamos a tener que seguir enseñando análisis financiero o programación cuando la IA lo va a hacer mejor, bajo supervisión, eso sí, de unas pocas personas muy senior y con mucha experiencia?
Para mí, el enfoque adecuado ante este panorama no es tanto pensar en qué empleos van a desaparecer, sino en qué habilidades van a permanecer; pensar en aquello que sí va a hacer falta en esta nueva era en la que nos adentramos.
La primera de estas habilidades parece más o menos clara: lo técnico. Si todo va a estar mediado por IA, sensores, chips y robots, alguien tendrá que diseñar, mantener y empujar esos sistemas. Programadores, ingenieros, diseñadores de chips, arquitectos de datos… Todo eso, en principio, va a seguir siendo demandado.
La segunda es justo la dirección opuesta: todo aquello que la IA no pueda hacer tan bien, todo lo que sea menos replicable. Es decir, lo más humano: imaginación, juicio, comunicación, filosofía. Capacidades difíciles de automatizar, que van a ganar valor precisamente por eso. Nos va a tocar redescubrir las humanidades, entendidas como herramienta práctica: para pensar bien, para hacer las preguntas correctas, para entender qué estamos construyendo y por qué.
Cosas eternas, pero que van a ser más necesarias que nunca en un entorno tan incierto y Artificial (con A mayúscula). Porque quizá la verdadera disrupción no sea tecnológica, sino humana. Y la gran pregunta no es qué puede hacer la IA, sino qué vamos a hacer nosotros.