Los temas de los que no hablamos (I): el colapso poblacional
Un país con menos jóvenes es, simple y llanamente, un país menos productivo. Menos trabajadores equivale a menos actividad, menos consumo, menos recaudación, menos inversión
El fango político del sanchismo nos atrapa. Es tal el nivel de podredumbre que gastamos todas nuestras energías, y nuestra atención, en hablar de ello. Pero, entre tanto ruido diario, se nos escapan algunos grandes temas de fondo que marcarán nuestro futuro. Aprovechando que es verano y que nos merecemos un respiro hasta de Sánchez, voy a escribir una serie de artículos sobre algunas de estas cuestiones de más alcance. El primero: el colapso poblacional.
El declive demográfico no es un fenómeno local ni pasajero. Todas las sociedades avanzadas están viendo cómo su natalidad se desploma: toda Europa, Estados Unidos, Japón, Corea del Sur, incluso China. Solo África, India y unos pocos países más escapan a esta tendencia. España no es una excepción. Con apenas 1,2 hijos por mujer, tenemos una tasa de fertilidad muy baja. La tasa de reemplazo de una sociedad es del 2,1. Si seguimos así, podríamos perder hasta 15 millones de habitantes a lo largo del siglo. 15 millones. Una sangría demográfica histórica, causada sin guerras ni plagas.
Estamos caminando, voluntariamente, hacia nuestra propia extinción. Sin hijos, sin relevo, sin futuro. Las sociedades que no se reproducen, desaparecen. Y, si seguimos así, acabaremos por hacerlo.
Por si esto de la extinción suena muy abstracto y lejano, hablemos de las consecuencias económicas de este declive demográfico, que serán mucho más ciertas y mucho más cercanas. Empecemos por lo esencial: la estructura económica del país. Un país con menos jóvenes es, simple y llanamente, un país menos productivo. Menos trabajadores equivale a menos actividad, menos consumo, menos recaudación, menos inversión.
Pero no es solo una cuestión de fuerza laboral, de músculo. Es también una cuestión de neuronas: menos cerebros pensando, menos ideas, menos innovación, menos crecimiento a largo plazo. Porque una sociedad con menos juventud no solo envejece: se vuelve más estática, menos creativa, menos ambiciosa. Seremos un país más pobre.
Luego está nuestro Estado del bienestar. Todo nuestro sistema está construido sobre un supuesto muy básico: una mayoría de ciudadanos en edad de trabajar que pagan impuestos para sostener a los demás. Pero si esa base se encoge y la parte de arriba de la pirámide crece, todo se tambalea. Las pensiones serán irremediablemente insostenibles; la sanidad será más costosa porque habrá más enfermos crónicos; los servicios sociales deberán cubrir a una población cada vez más dependiente. Y así con todo. Menos cotizantes, más gastos. Todo el modelo se desliza hacia el colapso. Nos preguntaremos entonces quién pagará todos esos AVE que nos hemos empeñado en construir hacia todo rincón de España…
Las consecuencias sociales no se quedan atrás. La caída de la natalidad implica cambios profundos en la estructura familiar y en las relaciones intergeneracionales. Menos hermanos, menos primos, menos niños en los parques, más soledad en las casas. Una sociedad envejecida es más vulnerable, más resignada. Sin niños, el futuro deja de estar presente en nuestro día a día. Desaparece esa energía vital que lo renueva todo.
También desaparecen los vínculos naturales entre generaciones. Las familias se reducen a núcleos cada vez más pequeños y frágiles, aislados, sin red. Y cuando desaparece la familia extensa, desaparece también una parte esencial del aprendizaje emocional, del apoyo mutuo, de la transmisión de valores.
Hay otro efecto inevitable: la concentración de población en las ciudades. Una población menguante no se puede permitir el lujo de vivir dispersa. Prestar servicios públicos en municipios minúsculos será simplemente inviable. Y eso significa que la España vaciada se va a vaciar aún más. El mapa del país cambiará. Y con él, también el mapa electoral. ¿Qué pasa con la representación política si medio país vive en cinco ciudades y el resto son desiertos demográficos? ¿Qué efecto tendrá eso en el Congreso?
Y luego está la disyuntiva ineludible: si vamos a perder 15 millones de habitantes, solo hay dos caminos: o aceptamos las consecuencias económicas, sociales y existenciales de ese desplome demográfico, o intentamos sustituirlos. ¿Cómo? Con inmigración, que es exactamente lo que están haciendo España y el resto de Europa.
Pero la inmigración no es ni será una solución mágica al colapso poblacional. Primero, porque no hay tantos inmigrantes disponibles. Y no basta con que lleguen: tienen que integrarse, aprender una lengua, compartir unas normas básicas de convivencia, asumir una cierta idea común de país. Y eso no ocurre por generación espontánea.
Cabe preguntarse: si un tercio o más de la población de un país está compuesta por recién llegados, ¿sigue siendo el mismo país? Es una cuestión de identidad: la cultura, la historia, el modo de vivir y de entendernos forman parte del pegamento que mantiene unida a una sociedad. Romper ese equilibrio tiene consecuencias.
No todo está perdido. Hay margen para reaccionar. España necesita una política demográfica seria, transversal y sostenida en el tiempo. Necesitamos cambiar el relato: recuperar el valor de la familia, del compromiso, del futuro. No sirve, aunque también hacen mucha falta, cheques bebé y deducciones fiscales. Hace falta crear condiciones reales para que las familias puedan tener hijos: vivienda asequible, conciliación real, cultura de la maternidad y la paternidad, y una economía dinámica y en crecimiento que haga todo lo anterior viable para las familias y la sociedad.