Pereza de volver
Porque la podredumbre es hoy la única metáfora fiel de esta España en la que vivimos. ¿En qué instante empezó a pudrirse todo? Es la única pregunta que debiera ocuparnos
¡Qué pereza volver! Pasó el verano, retorna todo a donde estaba: un país apresado en su callejón sin salida. Qué pereza no poder cerrar los ojos. O no saber hacerlo. O no querer, ¿quién sabe?
Sin rechistar, un presidente del Gobierno bajo chantaje va a seguir pagando puntualmente a sus exactores. En los meses que vienen. O en los años. Todo depende de cuánto vaya quedando por vaciar en las cajas blindadas del Estado. Pago en metálico o pago en privilegios. Da lo mismo. Ambos, de preferencia.
A los muy consumados haraganes, que su angélica vicepresidente apelotona, bastará con echarles, mes a mes y en cash, el sueldo que ninguno de ellos hubiera sabido ganarse jamás de otra manera.
La ambición del racismo puigdemontiano tiene otra envergadura: la inagotable caja de un Estado propio. Y étnicamente depurado. Gran negocio, que sus adalides juzgan irrefrenable.
En esos tráficos, no tan edificantes, se despliega nuestro presente. Se desplegará, de inmediato, nuestro futuro. Y nadie va a romper la ventajista tara de esta ruleta. En la cual, ganan todos los que mandan. Como en toda ruleta. Pierden todos los de a pie. Como en cualquier casino. Es la helada constante de la podredumbre.
Porque la podredumbre es hoy la única metáfora fiel de esta España en la que vivimos. ¿En qué instante empezó a pudrirse todo? Es la única pregunta que debiera ocuparnos.
Allá por el vértice entre los dos siglos, llegamos a pensar haber doblado nuestro cabo de históricas tormentas; haber dejado atrás, por fin, el turbio odio homicida que heredamos de una lejana guerra civil de bestias contra bestias. En aquellos albores de la nueva centuria, no había, desde luego, promesa de paraíso alguno. Más bien de tedio. Pero mejor el tedio que aquella roña de muerte que había acuñado nuestra tierra en el siglo que atrás dejábamos. Y dejar todo eso atrás, era ya mucho. Bien estaba.
Los políticos seguían siendo mala gente. Claro. ¿Y, al fin, quién que no fuera un canalla iba a avenirse a gestionar la pocilga llamada Estado? Pero, al menos, una cierta normalidad aburrida sería privilegio de un menos rudo presente. Uno acaba por apreciar esa calma con el peso de los años. Pensábamos haber entrado en el bendito tiempo del aburrimiento. Definitivo. Y nos equivocábamos. Ni aun esa resignación nos fue acordada. De la grisura iba a nacer enseguida el delito: la hética gansterización de ahora. Y, en donde estuvo el viejo Estado abusivo, vino a asentarse una mafia cuatrera.
¿Y cómo es que pudimos caer hasta esta infamia?
El 11 de marzo de 2004, una imprevista matanza cambió el destino de España. Y un necio, al que sus camaradas habían lanzado a las elecciones para mejor estrellarlo a bajo precio, se trocó en accidental presidente. En guía también de un partido socialista fríamente depurado. El proyecto se le quedó a medias, eso sí. Lo saboteó la economía. Y el necio altisonante acabó por cambiar la política por el negocio. Fue una buena elección. Al calor de las más acrisoladas dictaduras de Latinoamérica y de Asia, nuestro hombre se hizo rico. E hizo rica a su gente. Juzgó entonces llegada la hora de volver a la política. El dinero lo puede todo. Eligió caballo: un chico guapo de la cuadra de su exministro y ahora socio Blanco.
El sucesor resultó ser, de eso no hay duda, bastante menos tonto que aquel cursi redomado, cuya única aportación memorable fue forzar el retorno a una guerra civil de hacía casi cien años, patrimonio, parece, de su solo abuelito. El apuesto sucesor demostró enseguida tener aún menos escrúpulos que su maestro. Y, más aún que él, fue despreciado por los viejos socialistas: aquellos que no eran del todo perfectos analfabetos; aquellos que se avergonzaban de compartir partido y mantel con tipos del jaez de Pachi Nadie y de otras tantas curiosas subespecies como iban a ir emergiendo de las sombras, al conjuro del prodigioso doctor en plagio. Los disconformes perdieron la partida. Se extinguió el PSOE. Emergió el Partido Sánchez. Zapatero fue su profeta.
¿Cómo pudimos…? Así. En perfecta legalidad. Esto es: votándolo. Étienne de La Boétie llamó a eso, en el siglo XVI, «servidumbre voluntaria»: no seré yo quien lo corrija. Pero, en fin, ahora ya ¿qué importa? Nada cura el pasado. Ni siquiera un Dios omnipotente puede, enseña San Agustín, hacer que lo que fue no haya sido. El ayer nos arrastra. Sin remedio. Nada será ya nunca lo que pudo.
Muy sólidos intereses se fueron blindando en estos pocos años. ¿Quién se atrevería hoy a decir hasta cuándo perdurará esta ciénaga? Lo que fue Estado es hoy máquina intimidatoria en manos del club de los iletrados, de aquellos que tan sólo en la picaresca y en el fraude pudieron aspirar a hacer carrera. Y ese tipo de gente estará siempre dispuesta a matar antes de que se ponga en riesgo su dormitar en la dulzura de un celestial far niente vitalicio.
Volver. Y saber todo eso. Y escribirlo. Y saber que saberlo y escribirlo no cambiará nunca nada.
Zapatero y su Blanco socio seguirán haciendo caja. A sueldo de las más mugrientas dictaduras, de las más sin perdón borrachas de sangre: China, Venezuela, Cuba… Gabinete de influencias, creo que llaman a esa variedad del rudo Chicago de novela negra. Hay nombres menos pulcros para tal oficio.
La familia Sánchez –¡gran cosa la famiglia, óptima cosa nostra!– retozará sin grave riesgo en el palacio que colinda con el hermoso Parque del Oeste. A todos los demás, nos pueden ir zurciendo. Como siempre. Es lo suyo. No seré yo quien se queje. Sé que a esta sentina llamamos mundo. Y, en ella, a esto política.
Volver. Sí, verdaderamente, qué pereza. O qué impotencia. O ambas.