Proxenetismo en familia
Los putrefactores fueron denunciados diversas veces a la autoridad competente
Durante años, habité en un edificio cuyos bajos estaban ocupados por lo que el eufemismo manda denominar una «sauna gay». En rigor léxico, un burdel masculino. Los vecinos andaban inmemorialmente descontentos. La venalidad o no de los divertimentos sexuales de los clientes les era indiferente. No así las humedades de un «spa» lo suficientemente ficticio como para que su propietario se desentendiese del colador que iba pudriendo la estructura de madera de una vivienda galdosiana.
Los putrefactores fueron denunciados diversas veces a la autoridad competente. Que no pareció conmoverse ante el riesgo de que el bloque entero se viniera abajo. Ni sanción ni apercibimiento cayeron sobre el tan permeable negocio. Y la comunidad de propietarios hubo de gastarse lo que para ella era una fortuna en rehacer toda la estructura del edificio. Al cabo de unos años, las inmisericordes filtraciones volvieron a horadar la estructura nueva. Cuando alguien expresaba su estupor por la ceguera policial ante aquel riesgo, los más veteranos sonreían con aire compasivo: «Es que tú no tienes ni idea de quién es el propietario de esa sauna, claro. Ni de quién es su yerno». Tenían razón. Mejor seguir pagando sucesivas reparaciones, que serían siempre transitorias.
Llegó la pandemia. Y el confinamiento. Estricto. Salvo para la llamada «sauna», porque decir «burdel» queda muy feo. Ni en uno sólo de aquellos cien días, en los que al madrileño le estaba vetado pisar la calle, dejó de funcionar hasta el amanecer el festivo lugar de cruce. Se hizo sólo un
poquitín más ruidoso: la cercanía de la muerte, es bien sabido, dispara la crispación festiva. La policía hizo alguna redada, pero eso nada cambió en las rutinas del establecimiento. En un par de ocasiones, ambulancias del Samur tuvieron que llevarse del local a algún cliente en verosímil sobredosis. Y el local siguió abierto. Y abierto sigue hoy.
Leo, en los pasmosos adelantos que aquí está dando Alejandro Entrambasaguas de su libro La Sagrada Familia, que existe un clan, ligado a la más salvaje extrema derecha de los años de la Transición, que, tras controlar los burdeles de carretera en media España, se lanzó al emergente negocio de la prostitución homosexual en Madrid. Y que la miembro de esa familia que ejercía de contable acabó de inquilina en la Moncloa. Leo –y eso, de confirmarse, serían ya palabras tan mayores que da miedo tan sólo formularlas– cómo en esa contabilidad habría sido auxiliada por su más que ella solvente marido. ¿Es más complejo gestionar la economía en negro de un burdel o ajustar el desbarajuste de un Estado disperso en diecisiete mini-Estados y dos ciudades autónomas? Lo ignoro.
Hay un matiz léxico, sin embargo, que me parece justo restablecer. De confirmarse en todos sus puntos lo que Entrambasaguas narra y lo que mis ex vecinos sufren, no sería justo acusar al próspero empresario y a sus herederos de regentar negocios de «prostitución». Al menos, si nos atenemos a la literalidad del Diccionario de la RAE: «Prostitución: f. Actividad de quien mantiene relaciones sexuales con otras personas a cambio de dinero». Y, desde luego, no parece constar que el próspero empresario haya ejercido tal oficio; ni que lo haya ejercido nadie de su familia. Seamos justos y hablemos con el diccionario en la mano. Lo que los vecinos de las toleradas saunas describen
–y cuya oscura trama de dinero, amontonado en caja fuerte, Entrambasaguas rastrea en «El Debate»– es otra cosa. Se llama proxenetismo.
De la primera actividad, sólo es legítimo hacer consideraciones morales: la prostitución no es un delito en España; de momento, al menos. Del proxenetismo, puede predicarse un delito tipificado. RAE, de nuevo: «Proxeneta: m. y f. Persona que obtiene beneficios de la prostitución de otra persona». Y Código Penal español, artículo 187: «Se impondrá la pena de prisión de dos a cuatro años y multa de doce a veinticuatro meses a quien se lucre explotando la prostitución de otra persona, aun con el consentimiento de la misma».
No, no es de «prostitución» de lo que estamos hablando. Es de proxenetismo. Ni moral ni penalmente son sinónimos.