El PP se sacude la tibieza, aunque algo tarde
Frente al infantilismo sectario del PSOE, toca gestionar la realidad aunque duela, sobre todo si duele
Que la inmigración haya tardado tanto en situarse en el centro del debate político demuestra la dificultad de los dos grandes partidos para conectar con las preocupaciones de la calle cuando desafían sus tácticas o intereses y su proverbial tendencia a gestionar mejor sus respectivos territorios imaginarios que la realidad cuando ésta supera su amplio espacio de confort.
Del PSOE poco nuevo hay que decir: vive ubicado en un mundo paralelo negacionista de todo aquello que boicotea su sentimentalismo infantil, desde el cual además estigmatiza a sus rivales presentándolos como una amenaza terminal para los inmaculados seres de luz que ellos protegen heroicamente y se engloban, genéricamente, en el epígrafe de vulnerables: todos son inmigrantes procedentes de países en guerra, víctimas del heteropatriarcado, el capitalismo, la homofobia o el machismo.
Y todos los que duden de ese discurso o discutan las recetas oportunas para esas patologías, descritas a brochazos con el fin de estabular a amplios grupos sociales y facilitar su seducción electoral, pasan a formar parte de un grupo amenazador denominado con varios calificativos ocasionales y uno endémico: la ultraderecha.
Que el discurso nazca de una mentira, la victimización total de todo el mundo menos del votante ajeno por una razón u otra y que las consecuencias de llevar esos mantras a la legislación hayan sido inútiles o contraproducentes salvo honrosísimas excepciones, no hace recular a la izquierda española, instalada en ese infantilismo interno y dispuesta siempre, cuando la realidad le lleva la contraria, a falsear las estadísticas para sostener un discurso y una acción política de efectos devastadores: ahí la tienen presumiendo del espectacular progreso económico español mientras el empobrecimiento transversal galopa desbocado, el poder adquisitivo se desploma, la presión fiscal se dispara y la extenuación laboral de una mitad de España convive con la pereza subvencionada de la otra.
Por ese choque entre el discurso quinceañero y frentista y las vivencias cotidianas del personal la izquierda empieza a ser residual en Europa o sobrevive, en el caso de España, tejiendo alianzas espurias en las que intercambia las mercancías más sagradas con los verdaderos enemigos del país para mantenerse a duras penas en un poder inútil pero rentable a efectos estrictamente internos.
La derecha convencional no ha sabido tampoco salirse de ese marco y, en lugar de contraponer un relato alternativo que coja por la pechera los problemas mundanos y desprecie el debate planteado, acepta el guante manchado y elabora una versión alternativa que no toque lo esencial pero lo matice un poco: ahí la tienen en los últimos años atrapada en la trampa del cambio climático, la violencia de género, la igualdad o la inmigración; buscando recetas para replicar a los profetas de la izquierda sin que nadie ponga en duda su sensibilidad hacia las causas, tan dañadas cuando se niegan al grito de «agárrame el cubata» como cuando se universalizan y transforman en las únicas prioridades de un Gobierno.
En ese paisaje VOX ha sido disruptivo, como todos los partidos semejantes en Europa, con un impacto tan incuestionable, pero en el sentido contrario y mucho más útil, como en su día tuvo Podemos: conmueve los cimientos tradicionales del bipartidismo, acaba con su confort habitual y obliga a coger el toro por los cuernos, aunque a menudo lo haga más como un espontáneo aguerrido en una plaza de toros que como un fino maestro vestido de grana y oro, con la excepción de la italiana Giorgia Meloni, quizá el personaje político más interesante, inteligente e innovador de Europa desde los tiempos de los fundadores de la actual Unión.
Por eso el PP se ha metido ya de lleno, aunque algo tarde, en el debate de la inmigración: el choque entre lo que ven los ciudadanos y lo que el Gobierno les dice que tienen que ver es atronador y exigía una respuesta que analice de verdad la naturaleza del fenómeno y le ponga límites y condiciones: no puede ser, por poner un simple ejemplo, que al hombre caucásico, católico y heterosexual se le aleccione cada cinco minutos contra los potenciales peligros congénitos que encarna y que, a la vez, se desprecie la evidente relación entre determinadas «culturas» y el incremento de los delitos machistas, no sea que nos llamen xenófobos.
Y no puede ser que defender los mejores valores que ha alumbrado la humanidad, sustentados en las libertades y resumidos en una identidad en la que caben todos los que la acepten, practiquen y tengan un hueco a llenar con los mismos derechos y obligaciones que el resto, dé vergüenza o provoque dilemas: todo ciudadano debe asumir la cuota de responsabilidad que le toca en el sostenimiento de un Estado avanzado. Y esto vale para el español que se busca las tretas para vivir del cuento y para el extranjero que aprende rápido esa misma lección. No es tan difícil.