Lo que no muere: Diane Keaton
Saber, hace dos días, que Keaton había muerto, no fue enterrar una imagen, ni siquiera a un amor perdido. Fue –es, para los de mi edad– enterrar al que fuimos. A ese que, en ese archivo de imágenes al cual llamamos yo, es mucho más yo que el presente
El cine abole el tiempo. Como los sueños. Eso cifra el misterio de los mundos que alzó: a la medida exacta del deseo de cada uno.
Escribo en pretérito perfecto, «alzó», porque el cine ya no existe. Ni más ni menos de lo que puedan existir las corintias de Eurípides. Nada de verdad importante es criatura del tiempo. El tiempo es solo el señuelo que opaca lo grave: lo que perdimos: aquello sobre cuyo avatar alzamos el espejo de lo intemporal. Un espejo desazogado: que es mucho. La muerte rompe el presente ilusorio. Y nos pone ante los ojos lo primordial, lo que no envejece, aquello sobre lo cual el decurso no tiene potestad. A ese algo, que quizá nos burle –pero eso a nadie importa–, ajustamos nuestros nombres. Cada uno, yo: pronombre personal sin contenido, función gramatical a cuyo alrededor se fueron coagulando relatos ejemplares, irreales como los sueños. E igual de preciosos. El tiempo mata. De lo que estuvo, queda el cine: tiempo suspendido.
Tenía 27 años cuando vi Annie Hall. A lo tonto, ha pasado medio siglo. El mundo en el que vivo, he de confesar a poco que no quiera engañarme, tiene que ver con aquel de entonces lo que pueda tener en común, una adolescente adicta al reguetón con la madame Arnoux de Gustave Flaubert. Y lo que yo guarde en común con aquel que llevaba mi nombre entonces, es exactamente lo que asemejaría a un masticador de tic-tocs con Camille Desmoulins.
Pero, ¿con qué legitimidad podría pretender que es esto que digo real ahora más verdad que aquello y aquel que no han de retornar nunca? Y, cuando digo mi nombre, no es la imagen del espejo la que me golpea. Me golpean ciertos versos de Cernuda y de Manrique, un par de planos demoledores de Michael Curtiz, todos los rostros que de Marlene Dietrich inventó Von Sternberg, un puñado de fotogramas que Woody Allen regaló a Diane Keaton entre 1977 y 1979.
Saber, hace dos días, que Keaton había muerto, no fue enterrar una imagen, ni siquiera a un amor perdido. Fue –es, para los de mi edad– enterrar al que fuimos. A ese que, en ese archivo de imágenes al cual llamamos yo, es mucho más yo que el presente, este engaño al que el más grande de los barrocos da axioma lúcido: «hoy se está yendo sin parar un punto: / soy un fue, y un será, y un es cansado». Huye el presente. Las imágenes que nos conmocionaron quedan. Quedarán. Son presente continuo en la memoria. Son nosotros. ¿Hay más realidad en este que escribe ahora que en aquel que en su memoria aún sigue hablando? De verdad, no lo creo. Y es esta una confesión que inquieta. Porque en ella resuena el verdadero nombre de la muerte, que es el tiempo. Al cual, solo el recuerdo da consuelo.
Woody Allen –ese a quien la más estúpida de las estupideces cancelatorias persigue hoy por demasiado inteligente– amó a Keaton. Del solo modo en el que puede amar quién construye delicadas telarañas de ficción. Transmutándolas en texto y en imagen. Y Keaton transfirió a esos textos y a aquellas imágenes, lo esencial de lo que ella era: escenas perfectas. Da igual lo que los efímeros Woody Allen y Diane Keaton hubieran de transitar en sus aleatorias vidas. Ambos quedan fundidos en la eternidad de una despedida en Annie Hall, de una derrota en Manhattan.
Él andaría entonces por los cuarenta. En torno a los treinta, ella. Y en mi memoria son soporte de los versos en los cuales Shakespeare alza en mito la eternidad humilde de lo humano: «estamos tejidos en la tela de los sueños, y nuestra breve vida se consuma en un letargo».