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Cartas al director

El buzón sigue esperando

Cada mañana, cuando bajo a mirar el buzón, guardo una pequeña esperanza: que entre las facturas y la publicidad se esconda un sobre escrito a mano. No quiero que el buzón acabe siendo un adorno urbano, algo que se fotografíe como curiosidad del pasado.

Una carta no es solo papel: es un pedazo de voz de quien lo envía. La caligrafía, una palabra tachada con prisa, el sello elegido con mimo... todo habla. Incluso las arrugas del sobre cuentan la distancia recorrida y las manos por las que ha pasado. El correo electrónico resuelve, es cierto, pero no deja huella en los dedos ni apetece releer como una carta en papel. Por eso me propongo —y propongo a quien me lea— algo tan sencillo como alcanzable: escribir una carta al mes. Doce ocasiones para sentarse sin prisa, pensar en alguien concreto y dejar que las palabras viajen despacio. No se trata de renunciar a lo digital, sino de recuperar la espera, el gesto y el calor de un mensaje que no llega con un clic.

Un buzón vacío es como una ventana cerrada: la calle está ahí fuera, pero no entra nada. Si dejamos que se oxide, no será por falta de utilidad, sino porque olvidamos que una carta es también un abrazo a distancia.

A veces lo que más reconforta no es una luz parpadeando en la pantalla, sino el sonido de un sobre al ser abierto y unas líneas manuscritas por alguien que te quiere y piensa en ti.

Carmen González Coello

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