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Cartas al director

El discurso del Rey

El discurso del Rey vuelve cada año para confirmar una evidencia incómoda: España ya no escucha, solo reacciona. Antes incluso de que termine la intervención, el país está dividido entre aplausos automáticos y condenas preventivas. El contenido importa poco; la trinchera lo es todo.

La convivencia democrática se erosiona sin disimulo. La polarización ha colonizado instituciones que deberían ser neutrales. Tribunales, organismos reguladores y medios públicos son juzgados no por la calidad de sus decisiones, sino por su supuesta afinidad ideológica. La razón ha sido sustituida por la militancia.

Mientras tanto, los problemas reales quedan fuera de foco. Un 25 % de paro juvenil, el más alto de Europa. Empleos precarios convertidos en norma. Viviendas inaccesibles incluso para quienes trabajan. Una generación atrapada entre promesas electorales incumplidas y una realidad que no ofrece salidas. Nada de esto genera titulares duraderos ni debates serios.

Desde una parte del Gobierno y su entorno parlamentario se señala al Rey como fascista y se le acusa de alentar la violencia. Al mismo tiempo, se blanquea a partidos y dirigentes vinculados al pasado terrorista o al secesionismo más excluyente. Se normaliza lo que ayer era inaceptable. Todo vale si garantiza la permanencia en el poder.

La mentira se ha convertido en herramienta política. Se manipulan datos, se reescribe la historia y se desacredita al adversario, incluso cuando gana en las urnas. Perder elecciones ya no implica asumir el resultado, sino cuestionar el sistema. El parlamentarismo se degrada y la democracia se vacía de contenido.

El relato oficial insiste en frenar a la derecha, pero lo hace apoyándose en los extremos. La contradicción es evidente: partidos como el PNV o JUNTS representantes de una derecha nacionalista tradicional, son tratados como socios fiables mientras se demoniza a otros por razones puramente estratégicas. No hay principios, solo aritmética.

A esta degradación se suma el descrédito de la justicia, la sospecha permanente sobre los medios de comunicación y la crispación alimentada desde las redes sociales. La política ya no busca gobernar, sino resistir. No se legisla para mejorar el país, sino para impedir que gobierne el otro. Y cuando esto suceda, las calles se llenarán de protestas para cuestionar el resultado electoral. Y tal vez quienes gobiernen volverán a incurrir en los mismos defectos que ahora critican y de esta forma el ciudadano quedará de nuevo confuso.

Nada cambia. Y lo más preocupante no es el presente, sino la sensación de que el futuro se está sacrificando en nombre de una confrontación permanente.

Juan José Lojo Fandiño

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