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05 de mayo de 2024

editorial

El PSOE ya no existe

Los socialistas se enfrentan a la historia y han de decidir si pasan a la posteridad como comparsas de un mal líder o defienden a su país

Actualizada 01:30

La expulsión de Nicolás Redondo, ejecutada apenas unos meses después de la suspensión de militancia de otro histórico, Joaquín Leguina, convierte al PSOE en un partido radicalmente distinto al original, sin respeto a su propia tradición y contrario a su legado, tan discutible antes de 1978 como indispensable para entender la Transición y el salto democrático de España.
Redondo Terreros, hijo del dirigente sindical que pudo haber ocupado el puesto de Felipe González y renunció a él consciente de sus limitaciones, encarna lo mejor de unas siglas con muchas sombras y no pocas luces, entre las cuales su indispensable colaboración para asentar la Monarquía Parlamentaria, la Constitución y la exclusión de los radicalismos nacionalistas son evidentes.
Al político vasco lo aparta Sánchez, con un desprecio denigrante, porque simboliza todo lo que el PSOE ha dejado de ser con él y porque, con ello, lanza un mensaje amenazante a todos aquellos cargos, militantes y simpatizantes socialistas que se atrevan a discutir su deriva antisistema, fruto estrictamente de sus mediocres aspiraciones personales.
El PSOE ya no existe, en su concepción inicial como partido constitucionalista y de Estado, y se ha transformado en un partido cesarista encabezado por un dirigente tan ambicioso como carente de principios que pretende convertirlo en una extensión de sí mismo: sin debate, sin discusiones, sin pluralidad, sin otro objetivo que mantenerle a él en el poder al precio que sea oportuno.
Sánchez inició su andadura apelando a los militantes, cada vez más exiguos, a quienes utilizó vilmente para auparse a la Secretaría General con un discurso ramplón pero eficaz: él era el único que se oponía a permitir la investidura de Rajoy, aceptada por su partido tras dos Elecciones Generales con derrota socialista y un bloqueo institucional del país ya insoportable.
Desde entonces, los afiliados no han existido para nada, convertidos en figuras decorativas a imagen y semejanza del partido construido por su líder omnímodo, incapaz de someter sus decisiones más nefastas al escrutinio de sus bases y de sus dirigentes, todos laminados al momento si ofrecían atisbos de discrepancia.
La democracia se sustenta en el voto libre de los ciudadanos, pero se encauza a través de los distintos partidos políticos, auténticas herramientas de ejecución de los valores constitucionales en el día a día: si en ellos se consolida la imposición, la autocracia y el capricho de un líder único, quien sufre es la democracia.
La eliminación de las voces críticas, capaces de anteponer los intereses de España a los propios o a los del partido, es una agresión más de Sánchez a las libertades democráticas, además de una prueba contundente de su infame hoja de ruta: no quiere que nadie opine sobre su entrega obscena al separatismo, en un mercadeo vulgar de favores, porque es bien consciente de que más allá de la consigna y la purga no hay ningún argumento que adecente su postura.
El PSOE conocido es ya otra cosa, y esa certeza apela a todos y cada uno de sus diputados, senadores, cargos públicos y seguidores en general: si sus siglas se utilizan como mera coartada de Sánchez para actuar en nombre de un legado proscrito, ¿tienen derecho a mantener un seguidismo acrítico a sabiendas del daño, tal vez irreversible, que puede provocarle a España?
Los socialistas se enfrentan a un dilema histórico, ante el que no valen componendas: han de decidir si se someten al mesianismo de un líder irresponsable, sin principios de ningún tipo, o hacen justicia a su propia historia reciente y defienden la Constitución, como en 1978. Nadie tiene excusas ya y todos van a quedar retratados para la posteridad en función de cuál sea su decisión en estos momentos solemnes.
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