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Editorial

La diferencia abrumadora entre el Rey y Pedro Sánchez

Una vez más don Felipe da una lección a un presidente desaparecido, sectario e incompetente

La presencia de los Reyes en las zonas afectadas por los peores incendios en casi medio siglo tiene un valor simbólico indudable, pero también práctico: es la demostración de que España es un Estado sin fronteras internas, con una sociedad unida por lazos indivisibles y sustentada en la igualdad entre todos los españoles.

Un mensaje que no debería necesitar recalcarse pero que, viendo el espectáculo ofrecido por el Gobierno ante cada catástrofe y su inaceptable dependencia de partidos que no se lo creen, resulta muy necesaria: para don Felipe y doña Letizia todas las comunidades autónomas son España, sin falsas fronteras administrativas, ideológicas o culturales que las castiguen o premien en función de las necesidades y peajes de Pedro Sánchez.

Un presidente indigno del cargo, más preocupado de levantar cortafuegos contra los abucheos que contra los incendios, capaz de estar de vacaciones mientras España arde, de reaparecer ocasionalmente para cargarle las culpas a una supuesta «emergencia climática» que le libre de sus imprevisiones, negligencias y mala fe, presente todo en su tibia respuesta al drama y en la obscena campaña a los presidentes regionales afectados por ser del PP.

Y dispuesto, en plena gira de la Casa Real por tierras y pueblos quemados, de prolongar su asueto con otra escapada a Andorra, acompañado por la imputada Begoña Gómez tras una costosísima estancia estival en un palacio canario del Patrimonio del Estado cuyo uso, sin duda, no incluye el abuso de Sánchez y de su familia: el derecho al descanso del jefe del Ejecutivo existe, cómo no, pero en ningún país europeo se estira hasta el punto ostentoso del líder socialista, capaz incluso de cerrar el espacio marítimo cercano a La Mareta para bucear con su esposa, entre otras astracanadas que a ningún otro canciller de la Unión se le ocurrirían.

El papel de la Monarquía como lazo de unión y pañuelo de lágrimas de la ciudadanía es impagable siempre, pero especialmente frente a un Ejecutivo que divide, confronta, margina o privilegia a partes de la sociedad y levanta muros entre los españoles por sectarismo ideológico o chantaje de sus aliados.

No es de extrañar que para La Moncloa sea incómoda La Zarzuela, pese a los evidentes esfuerzos del Rey por mantener un exquisito respeto institucional y la aceptación de una agenda, marcada desde la Presidencia, muy poco generosa con su figura y muy alejada, sin duda, del deseo de los españoles: Sánchez no puede pisar la calle sin un perímetro de seguridad destinado en exclusiva a alejarlo de las protestas vecinales casi unánimes o sin fabricar un escenario artificial de los ejecutados por figurantes del PSOE.

Pero Su Majestad recibe un cariño espontáneo, que devuelve con la misma sinceridad, tiene un efecto balsámico, encarna la mejor cara de España e instiga a las administraciones a estar a la altura de los administrados. Al lado de un presidente enfrentado a sus ciudadanos e incapaz de tender puentes con nadie digno, la figura de Felipe VI emerge como recordatorio de la España que podemos y debemos ser: unida, fraternal, colaboradora, solidaria y dispuesta siempre a ayudar a los que más sufren, sin mirar su carnet político ni el signo de su voto. Todo lo contrario de lo que representa Pedro Sánchez, icono de la fractura y el desprecio.

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