Que el Gobierno deje en paz al Rey
Sánchez, a través de Albares, no puede utilizar a Felipe VI para lanzar mensajes confusos sobre Palestina
La visita de Estado de los Reyes a Egipto y la expectación y afecto que suscita en cualquier lugar del mundo es, antes de nada, una prueba de la valía inigualable de la Casa Real: nada proyecta una mejor imagen de España y nadie, como Felipe VI, encarna mejor la formidable capacidad de una nación con una historia conocida en todo el planeta y un potencial que, de no ser dilapidado en cuitas domésticas absurdas impulsadas por un Gobierno insolvente, la harían referencia global.
Precisamente por eso, es inadmisible que Pedro Sánchez, a través del ministro de Asuntos Exteriores, intente instrumentalizar al jefe del Estado como altavoz de sus posiciones políticas, por lo general mediocres y sustentadas en exclusiva en las necesidades domésticas de un desquiciado Gobierno.
Y eso es lo que hizo al obligarle al Rey a soltar en público un alegato en favor de la creación del Estado de Palestina que incluya Cisjordania, Gaza y, nada menos, Jerusalén, al menos en su llamada parte oriental. Es decir, la traducción geográfica del terrible lema de Hamás que defiende de facto la desaparición de Israel al extender el espacio vital palestino desde el río Jordán hasta el mar Mediterráneo y hace inviable la coexistente de dos estados.
Resulta frívolo y negligente que Asuntos Exteriores trate de convertir a Don Felipe en mero altavoz de un mensaje inviable e inoportuno, que confunde a la sociedad civil y alienta la estrategia fundamentalista, en la que el objetivo de fundar una Palestina que nunca existió realmente sobre las cenizas de la extinción de Israel: el Rey de España también lo es de Jerusalén, un título cargado de simbolismo, y no puede ser obligado a dar pábulo a soluciones improcedentes, cargadas de sectarismo y proclives al relato integrista, por mucho que en el caso del monarca lo diga con la mejor intención.
El conflicto en Oriente Próximo nunca ha pasado por la existencia de Palestina, algo tan difícil de ejecutar por la coexistencia en sus dos regiones de organizaciones políticas desdeñadas con movimientos terroristas de la peor calaña financiados por Irán, sino por la supervivencia de Israel, negada por la práctica totalidad del universo islámico, que no es homogéneo en todo pero sí en su desprecio, con distinto volumen, hacia el Estado hebreo.
Y ninguna guerra atroz, con consecuencias intolerables en la población civil derivadas de una bárbaro atentado masivo contra israelíes inocentes, puede justificar ni blanquear el origen de la violencia en la zona ni apostar por soluciones perversas.
Al Rey hay que cuidarlo, aprovechando su proyección y no abusando de su inteligente discreción diplomática. Y no se le cuida si se le intenta utilizar como parte de una estrategia o un discurso de parte que, además de no solucionar nada, inflama los problemas y aleja las soluciones.
Pedro Sánchez, y su seguidista e incompetente canciller, deben sacar su manos de la Casa Real, aprovechar su prestigio y no ensuciarla con sus miserables tácticas, que también usan el drama de Gaza con fines estrictamente internos para desviar la atención sobre los inmensos escándalos que acorralan a un mal presidente y a un paralizado Gobierno. No se lo merece el Rey y, desde luego, no se lo merece España.