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Adornar y regalar

La perfección es el ornato que convierte lo hecho en algo que ofrecer y que es también ofrenda de sí mismo, o, lo que es lo mismo, regalo

Actualizada 04:02

Adornar no es decorar, y regalar no es obsequiar. De hecho, la confusión entre ellos es sintomática. Baste, para empezar, con notar que decorar comparte etimología con decoro y decencia, y que obsequiar connota agasajo, favor y servicio. En cambio, el adorno y el regalo no se atienen a la necesidad, sino que expresan un sobrante que, para el pensamiento clásico, hacía posible las formas humanas de sociedad.

Aristóteles sostuvo que tanto la amistad como la ciudadanía requerían que se poseyera algo más de lo necesario, una holgura mínima que permitiera compartir con los amigos y aportar a la vida común. Fustel de Coulange apuntó, más en concreto, que el ejercicio de la ciudadanía antigua se concentraba en las celebraciones que el ciudadano oficiaba como oferente, es decir, desde la dimensión sacerdotal de su condición ciudadana: ser ciudadano era tener algo que ofrecer.

La costumbre griega y romana de que los ciudadanos más destacados ofrecieran a su cargo la celebración de juegos y banquetes a sus vecinos formaba parte también de la ‘liberalidad’ de la libertad antigua. Politólogos en avalancha acudieron a denunciar el carácter propietario y, por tanto, aristocrático de una ciudadanía fundada sobre la riqueza. No les faltaba razón y, sin embargo, se les escapaba lo sustancial: que la riqueza que da lugar a la ciudadanía y a la amistad no es el mero tener, sino el dar que le precede y es siempre posible porque es la forma misma de la libertad, es decir, de la autoposesión.

Ilustración Reyes Magos

Lu Tolstova

El hombre no es un ser de necesidades, aunque sean muchas las que le afectan. De ahí esa dignidad irreductible que resplandece en la hospitalidad con la que los más menesterosos ofrecen incluso lo que escasea o precisan. Ofrecer es la manifestación genuina de no estar atrapado por las necesidades y ser libre. El ofrecimiento y la invitación son el ejercicio más propio de la libertad que suscita y surge de «tener algo que ofrecer». Así que es la abundancia interior –más que la abundancia del patrimonio– la que constituye el núcleo de la liberalidad que hace libres a los hombres y, por tanto, capaces de participar benéficamente en todas las formas de relación con los demás.

También el impulso a adornar es manifestación de esa abundancia interior. Por eso, los más arcaicos y rudimentarios instrumentos aparecen embellecidos con esos trabajos innecesarios que llamamos adornos. Desde el principio el hombre ha convertido lo necesario en ocasión para el exceso. De hecho, el adorno es el exceso innecesario cuya justificación sobrevive incluso en el contexto restrictivo de la eficacia instrumental, y es, por eso mismo, signo y señal de la libertad.

En el adorno se pone de manifiesto que el hombre no da por completado lo que hace (ni la realidad) en su utilidad, sino mediante un exceso que lo consuma, o, valdría decir, que lo adorna. Por eso, el adorno solo es innecesario desde el punto de vista de la utilidad, pues responde a una necesidad más alta, a un requerimiento del espíritu: expresarse poniéndose en lo que se hace. Eso es, además, en lo que consiste el espíritu según Hegel: en ponerse como contenido de la comunicación, o, más escuetamente, en dar de sí en y mediante lo que se hace.

Y la forma en la que la libertad se expresa y pone en lo que hace, aunque se trate de un asunto u objeto de la más estricta utilidad, es siempre excediéndola en el adorno, en efecto, pero es también y al mismo tiempo excediéndola en la perfección procurada más allá de la mera necesidad. La perfección es el ornato que convierte lo hecho en algo que ofrecer y que es también ofrenda de sí mismo, o, lo que es lo mismo, regalo. Solo se puede dedicar aquello hecho con dedicación. En sentido estricto, solo es un presente aquello en lo que está presente el que lo hace, lo demás son obsequios, es decir, agasajos y prendas de nuestra disposición favorable para con alguien.

De ahí el sentido originario de la expresión ornato, del latín ornatus, que no es un sobrante decorativo, sino la perfección que trasparenta resplandeciente la realidad de cada cosa (splendor veritatis, decían los clásicos). En ese sentido, por ejemplo, en el siglo XV, Lenardo Bruni dice que hay unos saberes «que se llaman de humanidades justamente porque perfeccionan y adornan al hombre». De hecho, podría establecerse una norma para reconocer el adorno prescindible, a saber, sobra el adorno que no perfecciona y hace brillar la perfección, y cuya forma menor pero justificada es la de disimular los defectos o las necesidades, es decir, salvar el decoro mediante lo decorativo.

Esa urdimbre entre adorno, perfección y regalo no solo se pone de manifiesto en el hecho de que los adornos valiosos sean materia preferente de los regalos, sino en que sabe regalar quien saca a la luz la realidad del otro, su pasión dominante, su perfil agraciado, su capacidad sobresaliente, su naturaleza más íntima, en definitiva. O, para decirlo con palabras propias de estas fechas, todo regalo es epifanía, es decir, manifestación y reconocimiento.

Para nuestra mentalidad es difícil justificar que tres adultos atravesaran desiertos siguiendo una estrella para llegar a un sitio donde nadie les esperaba ni les habría echado en falta, y regalar a un niño desconocido oro, incienso y mirra. Ciertamente fue un exceso, pero un exceso que a aquellos hombres les pareció justo, y en el doble sentido de la palabra «justo» en castellano: debido y exacto. Un exceso justo, en efecto, eso es un adorno y ese es también el impulso interior de quien regala.

Esa misma es, me parece a mí, la ley interna de la Navidad, que por algo es el tiempo en el que concentramos el gustoso exceso de adornar y regalar: la ley del dispendio debido, de lo innecesario pero imprescindible. También se puede decir, en efecto, que decoramos las casas y nos hacemos obsequios, pero de fondo resuena una pérdida, la de esa gratuidad originariamente libre que en inglés se nombra con una sola voz, «free».

Que todo lo anterior se haya mercantilizado es una devaluación, pero no lo impide ni lo frustra, salvo que dicha mercantilización se convierta en lo único que ve el que lo crítica o en lo único que vive el que lo practica. Pese a todo, esforzarse por encontrar el regalo perfecto y el adorno inmejorable, sigue siendo el modo de hacerle justicia a todo lo realmente valioso y de justificar el exceso que merece todo lo que amamos.

  • Higinio Marín Pedreño es filósofo
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