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29 de marzo de 2024

En primera línearamón Pi

Las leyes de aborto van contra la democracia

Las democracias occidentales están enfermas. Y lo más inquietante es que parece que nos estamos dando cuenta de eso solamente unos cuantos, porque estos procesos degenerativos, tarde o temprano, acaban pasando factura

Actualizada 04:54

Hace unos años, mi buen amigo Fernando Navarro –más conocido en las redes sociales como Navarth–, entonces diputado de Ciudadanos por Baleares, se mostró muy interesado por mi punto de vista según el cual las leyes de aborto perjudican la salud de las democracias occidentales, y me pidió que argumentase esta opinión. Aunque con bastante retraso, estas líneas quieren dar respuesta a mi amigo, pero los acontecimientos han hecho que a las leyes abortistas haya que añadir las eutanásicas en España, que habrá que dejar para otra ocasión.
Está muy extendido el error de que la cuestión del aborto provocado es sólo una cuestión religiosa, y que el debate sobre las leyes que aceptan estas prácticas es un debate moral que afecta únicamente a las creencias religiosas de las personas. Este erróneo punto de vista obedece, entre otras razones, al hecho de que la institución que más sólidamente se ha opuesto a este tipo de legislación en el mundo occidental ha sido y es la Iglesia católica romana, mientras que otras confesiones religiosas y la práctica totalidad de instituciones civiles de Occidente no sólo se han mostrado dóciles hacia esta mentalidad permisiva, sino que en más de un caso se han apuntado al club de la legislación abortista con entusiasmo digno de mejor causa.
Naturalmente que el debate sobre el aborto, como los debates sobre homicidio, estafa, falso testimonio, injuria o calumnia, tiene un aspecto moral (esto es, sobre las costumbres o mores) insoslayable, porque todo aborto afecta a la sensibilidad pública, y un mínimo consenso moral es indispensable en toda colectividad que aspire a organizar la convivencia superando la pura ley de la selva. Pero basar todo el fundamento para descalificar el debate moral como si sólo fuera una cuestión religiosa o de creencias, presentadas como supersticiones de gentes un poco estrambóticas a las que no hay más remedio que tolerar siempre que no salgan a la plaza pública, me parece que responde al deseo de enmascarar una práctica inconfesable e indefendible en toda sociedad que haga de la dignidad humana el fulcro sobre el que apoyar la construcción de la convivencia en libertad.
En la realidad desnuda de eufemismos, el aborto provocado no es otra cosa que dar muerte a un individuo humano inocente e indefenso desde sus primeros estadios de desarrollo intrauterino hasta (según las legislaciones) el último instante previo al nacimiento. Si se tratase de eliminar algo semejante a un tumor, o incluso de extirpar una parte del cuerpo de la mujer que aborta, con toda seguridad no habría debate ninguno: sería un acto médico o quirúrgico como tantos otros, pero nada más. Sin embargo, la experiencia de los debates en todo el mundo nos muestra que un aborto provocado no es un acto médico, sino un acto homicida, que cada sociedad busca justificar con unas u otras mentiras, unos u otros eufemismos, según el grado de anestesia colectiva. Pretender a estas alturas del conocimiento humano que todo aborto voluntario no es un acto homicida es algo peor que una muestra de cinismo: es hacer penosamente el ridículo.
Ilustración: leyes del aborto

Lu Tolstova

Ahora bien, desde el punto de vista de la convivencia en libertad y del concepto moderno de democracia, las leyes que consienten el aborto provocado constituyen un enorme paso atrás hacia el regreso al más puro salvajismo, aunque disfrazado con los modos de las técnicas modernas y sicarios disfrazados de médicos: en esencia, el Estado abdica su responsabilidad de ostentar el monopolio de la violencia legítima, y consiente que el más fuerte tenga licencia para dar muerte al más débil porque es más pequeño, más enfermo, más caro de mantener..., en definitiva, más conveniente muerto que vivo.
Este no es un asunto de creyentes o no creyentes ni de derechas o izquierdas, ni mucho menos de progresistas o reaccionarios (si se tratase de eso, los reaccionarios serían sin la menor duda los abortistas, y los progresistas los favorables a la defensa del débil). Es en realidad, como suele decir el profesor Jesús Poveda, una cuestión de vivos y muertos. Para los muy preocupados por el riesgo de recibir el estigma de ultraderechistas, citaré a un inequívoco referente de la izquierda, el filósofo del derecho Norberto Bobbio, que fue entrevistado el 8 de mayo de 1981 en Il Corriere della Sera, a los tres años de promulgada la ley de aborto italiana: «Ahora las feministas dicen: mi cuerpo es mío y lo gestiono yo (...) Pero yo digo que aplicar ese razonamiento al aborto es aberrante. El individuo es uno, singular, pero en el caso del aborto hay un 'otro' en el cuerpo de la mujer».
El entrevistador comenta: «Toda su larga actividad, profesor Bobbio, sus libros, sus enseñanzas, son el testimonio de un espíritu firmemente laico. ¿Imagina cuál será la sorpresa en el mundo laico por estas declaraciones suyas?», a lo que el filósofo replica: «No veo qué sorpresa puede haber en el hecho de que un laico considere como válido en sentido absoluto, como un imperativo categórico, el 'no matarás'. Y a mi vez, me sorprende que los laicos dejen a los creyentes el privilegio y el honor de afirmar que no se debe matar».
La velocidad a la que se ha destruido la mentalidad defensora de la vida del más débil ha sido enorme, y no cabe esperar que reconstruir esa sana convicción social de siglos se logre en el mismo tiempo que se vino abajo. Destruir se hace enseguida; construir –y más aún, reconstruir– requiere mucho más tiempo. Las democracias occidentales están enfermas. Y lo más inquietante es que parece que nos estamos dando cuenta de eso solamente unos cuantos, porque estos procesos degenerativos, tarde o temprano, acaban pasando factura.
  • Ramón Pi es periodista
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